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En el condado de Horn, hacia el año 1559, vivía una familia de hacendados conocida por su rectitud y generosidad. Sus miembros asistían con frecuencia a los oficios religiosos, daban abundantes ofrendas a la Iglesia y trataban con justicia a los trabajadores de sus tierras. Eran tenidos por modelo de buen comportamiento y caridad cristiana.
En aquella Cuaresma se presentó en la hacienda una mujer pobre, conocida por su carácter envidioso y de malas costumbres. Pidió a la señora de la casa tres libras de sal, con la promesa de devolver el doble en Pascua de Resurrección. La familia, compasiva, le concedió lo que pedía. Llegada la Pascua, la mujer cumplió aparentemente con lo ofrecido, pero la sal que entregó no era bendita ni limpia, sino maldita, fruto de sus malas artes y resentimiento.
Desde ese momento comenzaron a desatarse extraños sucesos en la hacienda. En los dormitorios aparecían esferas blancas semejantes a semillas recubiertas de azúcar, pero al probarlas tenían un sabor salado y amargo. Por la noche se escuchaban pasos que recorrían los pasillos, como si un espectro gemebundo vagara por la casa. En ocasiones resonaba una voz femenina que llamaba a los hijos de la familia, pidiendo que la acompañaran al fuego porque decía estar enferma y sentir frío.
Los utensilios de uso común eran movidos violentamente. A los criados se les arrancaban las mantas en la madrugada y algunos eran arrastrados por la habitación. Otros sufrían cosquillas tan intensas en los pies que casi morían de risa, y algunos tenían las piernas y los brazos retorcidos con gran dolor, quedando por momentos desfigurados.
Un miembro de la familia enfermó de manera terrible: después de muchos días apenas alimentándose, comenzó a vomitar una sustancia semejante a tinta de escribano, tan fuerte que desgarraba la piel de la boca. Hubo ocasiones en que los jóvenes eran levantados en el aire y arrojados con violencia contra el suelo, mientras los demás intentaban sujetarlos sin éxito. Parecía que caminaban como si no tuvieran pies, movidos como muñecos de cuerda. En el patio de la hacienda incluso se les veía trepar a los árboles como si fueran animales, descendiendo sin daño alguno.
La matriarca de la familia sufrió un tormento aún mayor. Mientras conversaba en el
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jardín con una dama visitante, un ataque repentino le desgarró la carne del brazo, dejándole una herida negra y dolorosa, que solo pudo curarse con tiempo y cuidados.
Desesperados, acudieron al sacerdote del lugar, quien tras enterarse de lo sucedido acudió con agua bendita y el Santo Evangelio. Realizó oraciones solemnes en la casa, bendijo cada estancia y expulsó la maldición que la mujer envidiosa había dejado con aquella sal maldita. Después de los ritos, la familia recobró la paz y no volvió a ser atormentada.
La mujer envidiosa, por el contrario, fue quien enfermó gravemente. Su cuerpo se llenó de dolores y llagas, y terminó siendo conocida por todos como la causa de aquel mal. Así se entendió que la justicia de Dios no abandona a quienes obran con rectitud, y que la bendición del sacerdote es más poderosa que cualquier maldición.
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