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Hubo un sacerdote del orden de los crucíferos, muy devoto y naturalmente adornado con un don singular de castidad. Hasta los treinta años, no experimentó ningún estímulo carnal ni algo que le causara molestia. Envidioso de esto, el demonio comenzó a tentarlo intensamente, haciendo que dudara de su capacidad para vencer a tan cruel enemigo, ya que no le dejaba en paz ni de día ni de noche.
Buscando conservar la inestimable joya de la castidad, acudía a la oración, derramando lágrimas y suplicando a nuestro Señor por valor y fuerza en la lucha contra su propia carne. Aunque se consideraba miserable y débil, comprendiendo la importancia de la intercesión de la Virgen, depositó su esperanza en ella, pidiéndole que no lo abandonara en tal peligro. A pesar de sus esfuerzos, la paz no llegaba, y su carne seguía acosándolo, sumiéndolo en la tristeza y la duda sobre si debía perseverar en la batalla.
Andando de esta suerte, te vió una vez en el altar donde estabas haciendo oración, una imagen de Nuestra Señora con una hermosísima diadema en la cabeza, y otra de la bienaventurada Santa Gertrudis. Con grande sencillez, comenzó a hablar con la Santísima Virgen, diciendo: "Por cierto, Señora, que lo hacéis muy bien. Bueno será (oh Virgen gloriosa) que habiendo yo acudido con tanta confianza a pedir vuestro favor, les mostréis tan esquiva en concedérmelo, viendo la aflicción en que estoy. Siendo verdad que esa hermosa diadema que tenéis puesta es como laureola de que sois princesa de las vírgenes y castos.
Pero ahora que la guerra es más cruel y los enemigos me acosan más, por lo cual me veo en manifiesto peligro, siendo muy débil para resistir a tan grandes tentaciones, es bien que os resolváis: o conservadme casto, o la corona ha de volar. Y así, mirad lo que hacéis" (decía con su candidez el buen sacerdote), "que si suplicándooslo humildemente me menospreciáis, yo lo que haré será quitárosla de la cabeza y con ella adornaré la de vuestra sierva Gertrudis.
La cual, viendo que yo tanto la procuro reverenciar y honrar, tengo por cierto que ella me favorecerá de tal manera que no permitirá peligre en tan procelosas ondas de tantas y tan importunas tentaciones." Entonces, la Soberana Virgen, que debió de gustar no poco de la inocencia y santa simplicidad del sacerdote, correspondiendo a sus buenos deseos, le concedió tan grande victoria sobre sus enemigos, con tanta paz en su alma y rendimiento de sus pasiones, que desde aquella hora nunca más sintió tentación de carne, repitiendo después allá en la oración: "No decía yo bien, que la Virgen no haría nada, si yo no le hiciera un poco el valiente."
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