Cuando el Infierno Llama por Nombre"

Cuando la Oscuridad Gritó y Santa Catalina Respondió"

 


El ambiente era sofocante, pesado como una manta de sombras que cubría todo a su paso. En aquel espacio estrecho y húmedo, el aire era denso, cargado con el hedor de fluidos y descomposición. Un río de corrientes turbias se deslizaba lentamente, mezclando impurezas con el eco de pulsaciones lejanas, como un tambor siniestro marcando el paso del tiempo. Allí, en medio de esa oscuridad líquida, un ser aguardaba, doblado sobre sí mismo, atrapado en un refugio que ahora parecía una prisión.

El cuerpo del ser estaba retorcido, con las rodillas presionadas contra el pecho, los codos apoyados sobre ellas, y las manos cubriendo sus ojos. Era como si intentara evitar lo inevitable, como si la simple idea de mirar lo que venía fuese un acto de valentía imposible. Afuera, el mundo no era mejor: un horizonte invisible que prometía más sufrimiento que consuelo.

La criatura no estaba sola. Alrededor de ella, el ambiente susurraba con tensiones invisibles, empujándola hacia una salida estrecha. Las paredes pulsaban como si estuvieran vivas, y cada movimiento enviaba un estremecimiento de dolor hacia quien la albergaba. La madre, esa figura apenas consciente en su tormento, sufría el embate de una lucha que no podía detener. Sus suspiros eran como gritos apagados, y su cuerpo temblaba bajo la carga de un dolor que parecía no tener fin.

Finalmente, llegó el momento. La criatura fue expulsada de su prisión con una violencia que desgarraba el silencio. Cayó en un mundo de aire frío y luces crudas, un entorno tan hostil como extraño. Apenas su piel tocó el ambiente exterior, un grito desgarrador rompió la calma. El llanto resonó como un eco en un valle oscuro, una bienvenida sombría para quien apenas empezaba a existir.

El lugar al que había llegado no era mejor que el que había dejado. Las corrientes turbias del interior ahora se transformaban en el aire pesado de un entorno plagado de lamentos. Apenas limpiaron su cuerpo, tratando de borrar las manchas de su llegada, el agua fría quemó su piel como si rechazara su presencia.

La madre, extenuada y rota, observaba a la criatura que había traído al mundo. Su sufrimiento no terminaba allí: el recién llegado no era un alivio, sino una carga. Su hambre insaciable y sus movimientos torpes la herían, mientras sus llantos interminables arrancaban cualquier esperanza de descanso. En ese espacio oscuro y sofocante, madre e hijo compartían el peso de una existencia marcada desde el principio por el dolor.

Pero entonces ocurrió algo inesperado. En medio de la penumbra, una luz suave comenzó a filtrarse entre las sombras, llenando el lugar de un resplandor cálido y sereno. Una figura apareció, su rostro radiante y lleno de misericordia. Era Santa Catalina de Siena, quien había escuchado los sufrimientos de aquella madre y aquel hijo.

Con una voz dulce pero firme, la santa elevó una oración, y con ello disipó la oscuridad que los rodeaba. La madre sintió cómo su dolor se aliviaba, sus fuerzas regresaban, y su corazón se llenaba de esperanza. El aire dejó de ser pesado, y una paz desconocida envolvió al recién nacido, quien dejó de llorar y cerró los ojos con calma.

Santa Catalina miró a la madre y le habló con ternura: “Tu sufrimiento no ha sido en vano. Este hijo está destinado a grandes cosas, y aunque su inicio haya sido marcado por el dolor, su vida será un reflejo del amor divino. Confía en Dios y en su propósito”.

Con esas palabras, la figura de la santa se desvaneció, pero la luz permaneció, iluminando lo que antes era un valle de sombras. La madre, ahora serena, sostuvo a su hijo y, por primera vez desde su llegada, sonrió.


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