La Virtud de la Castidad y su Poder para Aliviar las Almas

. ¡Oh, bendita sea la paciencia de María!



Un mozo, según refiere la historia de Nuestra Señora de Loreto, había en una ciudad a quien la naturaleza había favorecido con singulares prendas, pues además de ser de muy ilustre prosapia, tenía otras cualidades de riqueza y buena disposición de cuerpo, que le hacían a los ojos de los hombres muy amable. Este, cuando en reconocimiento de lo mucho que debía a su autor, había de emplearse en darle mucho gusto, se entregó tan sueltamente a todo género de vicios, y en particular al de la deshonestidad, que manchó sangre, alma y cuerpo con la obscenidad de tan abominables costumbres. Una noche, a punto de salir de la casa de su perdición, lo esperaron otros de su misma vida, y atacándolo con estoques, le atravesaron una pierna. De esa herida estuvo enfermo mucho tiempo, gastando casi toda su fortuna en médicos, sin notar mejoría alguna. Pero, ¿cómo podría notar mejoría en el cuerpo si no la tenía en el alma? Estaba en la cama pensando solo en regresar a la casa de su amante, y solo sentía la enfermedad porque le impedía su deshonesta relación. Los médicos se cansaron y se marcharon, diciéndole que quedaría postrado en una silla. 

El joven se afligió mucho, y al escuchar sobre los muchos y maravillosos milagros de Nuestra Señora de Loreto, quiso encomendarse a ella; sin embargo, su costumbre y pasión por la mujer eran tan arraigadas que incluso para pedir ayuda no tenía valor.

 Un día, cuando el dolor en la pierna era más intenso, se volvió hacia una imagen de la Santísima Virgen y le dijo: "Señora, hago voto de ir a visitar vuestro santuario de Loreto si me curáis". ¡Qué prodigio! Parecía que la gran Reina esperaba que lo pidiera para darle repentinamente salud. Le concedió la salud y la herida se cerró por completo. Una vez recuperado, ¿qué crees que hizo el lector mío? ¿No entiendes que debería haber cumplido su voto yendo a dar gracias a su Bienhechora y haciendo penitencia por sus pecados? No quisiera decirlo: su primera salida fue a visitar a su amante. ¡Oh, bendita sea la paciencia de María! No quiero decir más. ¿Cómo, Señora, Reina y Emperatriz de los ángeles, toleras tal injuria? ¿Cómo no envías a uno de tus asistentes para que reprenda al atrevido, al desleal, al mal correspondido que se burla de ti? ¿Hombre, tienes juicio? María te da la salud para que cumplas tu voto, ¿y tu primera salida es a visitar a tu amiga? Dime, desventurado, ¿para eso te dio María Santísima los pies, para dar pasos tan errados? ¡Oh, miseria humana y hasta dónde llegamos! Siguió en sus vicios, y de tal manera que aquí se cumplió lo de San Lucas: "Las postrimerías de aquel hombre fueron peores que las primeras". Así continuó su desdichada vida, hasta que la Madre de Misericordia, aquella que no se acuerda de las ingratitudes, sino de nuestra olvidadiza miseria, se compadeció de él, enviándole unas inspiraciones tan vivas y profundas que, como saetas penetrantes, le atravesaron el corazón. Fueron tan intensas que, sintiéndose libremente violento y violentamente libre por esas voces interiores, casi sin saber lo que hacía, decidió ir a Loreto a cumplir su voto. 

Llegó al santuario, y como es ley inviolable para los peregrinos confesar primero y comulgar, al menos se movió para ver lo que los demás hacían al querer confesarse; pero el solo pensamiento de hacer examen de conciencia lo horrorizaba tanto que salió de la iglesia para no perder, según él dijo después, el juicio. Cuanto más huía, más la gran Reina lo atravesaba con su inspiración. Regresó a la iglesia, miraba a los confesores y se retiraba, observaba a otros peregrinos que lloraban y volvía a alejarse, y se ponía a leer los retablos de los milagros... De esta manera estuvo algunos días luchando en su interior; a veces se lamentaba de su vida pasada, otras veces le parecía imposible lamentarse de ella por una parte, salirse del santuario en pecado; por otra, dejar al ídolo de su deleite. Al cabo de tres días, oyendo misa, levantó los ojos hacia la imagen de la gran Reina. Ni ella con su piedad ni él con su rebeldía podían más. Entonces, una de las saetas reservadas, una de las inspiraciones de las que hablaba San Pablo: "Penetrabilior omni gladio ancipili, et pertingens usque ad divisionem animae et spiritus", fue lanzada. Al joven le pareció que la Virgen le hablaba con los ojos, y sintió que en su corazón ella le decía: "¿Hijo de mi vida, no pude hacer más por ti? ¿Te parece poco haber soportado que los primeros pasos que diste recuperada la salud fueran para herirme con tus frivolidades?" Fue entonces cuando se desató en torrentes ese obstinado hielo, y en abundantes ríos de lágrimas se arrojó al suelo, cruzando las manos y diciendo: "¡Ay, Madre mía! ¿Qué queréis, Señora, de mí? ¿Qué saeta es esta? Yo, Señora, cambiaré de vida y no saldré de vuestra casa sin confesarme, aborreciendo a aquella que tanto tiempo me ha mantenido apartado de Vos". Así sucedió: después de realizar el examen necesario, se confesó satisfactoriamente con el confesor, tomó los saludables consejos y regresó a su casa sin volver a poner los pies en la de su perdición, viviendo siempre atravesado por aquella dulce saeta que le arrojó del altar la Divina Reina María Santísima, que sea eternamente alabada."

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