La Boda de los Ángeles caídos

aprobó de manera milagrosa celebrar la fiesta de la Concepción.

 


Floreció alrededor del año del Señor 1220 un varón muy docto llamado Alejandro Nekam, canónigo regular según dicen algunos, y según otros, padre de la Orden de San Francisco, aunque muchos afirman que fue Alejandro de Alés. Poco importa la identidad exacta de la persona; lo único cierto es que fue muy célebre y conocido en las universidades. Este defendió durante mucho tiempo una sentencia menos piadosa, seguida por muchos en su época, esforzándose en apoyarla con argumentos y razones. Esta sentencia sostenía que no estaba bien celebrar la fiesta de la Concepción.

Como en ese entonces se permitían estas disputas, nadie lo calumniaba; al contrario, tenía muchos amigos, incluso en lugares muy remotos. Su fama creció tanto que fue llamado por la Universidad de Oxford para defender que la Virgen no había sido privilegiada, sino que, como las demás mujeres, había contraído la mancha del primer padre. Se fijó el día del debate y, al salir del aposento y pasar frente a un crucifijo, pensó hacerle un gran obsequio diciéndole: “Bueno sería, en verdad, que alguna criatura tuviera lo que solo uno, que logró esa excepción, debió ser Hijo de Dios. Solo Vos, Señor, fuisteis concebido sin pecado; así que dadme salud y esfuerzo para confundir a los temerarios que quieren quitaros este glorioso título de ser único y singular, otorgándolo también a una mujer, que aunque fue santísima, no lo fue como Vos”.

He aquí cumplido lo que decía su Divina Majestad por San Juan: "Ya se acerca el tiempo, discípulos míos, en que pensarán hacerle a Dios un gran obsequio, tratando de quitaros la vida:  Este doctor intentaba quitarle a María  el honor, el crédito y la gracia y pensaba hacerle a Dios un gran servicio.

Al final, se dispuso a salir, y cuando estuvo en la misma puerta, le sobrevino un dolor de estómago tan vehemente que se extendió por todo el cuerpo, obligándolo a regresar y acostarse en la cama. Vino el médico, y no encontrando causa a la cual atribuir aquel dolor, le dijo que no tenía entonces qué recetarle, que dejara pasar la tarde y verían por la noche si aparecía alguna indicación para poder medicarlo. El enfermo se impacientó mucho, pues pensaba que aún podría ir a defender su opinión esa tarde, ya que según el estilo de aquella universidad, no se podrían tener conclusiones hasta el año siguiente; pero, agravándose el dolor, no pudo salir de casa en todo el día. Por la noche vino el médico y, preguntando Respondió que el dolor lo había dejado en ese mismo instante, y así fue: ya no le molestó más.

 Se levantó al día siguiente y, al pasar el año, se preparó para defender aquel acto nuevamente. Llegó el día y, cosa rara, a la misma hora y en el mismo punto que la vez anterior, le sobrevino el mismo dolor de estómago que le impidió acudir a las conclusiones. Lo mismo sucedió el año siguiente, exactamente de la misma manera.

Fue entonces cuando, desengañado y cambiando de opinión, dijo a los de aquella universidad que no quería tener más problemas con la Madre de Dios. Reconoció que, si hasta entonces había defendido que no se debía celebrar la fiesta de la Concepción, de allí en adelante defendería lo contrario. Y así lo hizo, como se puede ver en el sermón que predicó con tanto aplauso, que comienza: "Fiat Lux".

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