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Después de la muerte, comparecerá mi alma en el tribunal de Dios para ser juzgada. Considera, pues:
1. El Juez será justísimo y sapientísimo; nada podré ocultarle: me vio, me oyó, lo sabe todo. Santísimo; tiene un odio infinito hacia el más mínimo pecado. Supremo; no hay excusa, hay súplica, no hay apelación posible. ¡Y hoy mismo puedo comparecer en este tribunal!
El examen será rigurosísimo. Pensamientos, palabras, obras, todo será pesado en la balanza de la divina justicia. El mal que he cometido, las pocas buenas obras que he he hecho, y las muchas que he dejado de hacer. A tanta ingratitud mía, el divino Juez opondrá las innumerables gracias y beneficios naturales y sobrenaturales que me ha dado. ¡Cuánto cargo! ¡Qué cuenta tan estrecha!
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