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La muerte gloriosa de los confesores que acabamos de referir, encendió un ardiente deseo de martirio en el corazón de otros dos misioneros: el Padre Alfonso Navarrete, dominicano y vicario provincial de su orden, y el Padre Fernando de San José, religioso agustino. El primero, sabiendo la profunda impresión que había causado en los fieles de Omura la muerte de los dos mártires, creyó que resultaría un gran bien si públicamente entraba en lucha y trabajaba, aun a riesgo de la vida, en confirmar a los cristianos en la fe y en exhortar a penitencia a los que habían caído. Comunicó su proyecto al Padre Fernando de San José, suplicándole que fuese su compañero en esta bella obra. Este, que era el único de su orden que había quedado en Japón, se abandonó enteramente a la dirección del Padre Navarrete.
Entonces, para mejor conocer la voluntad de Dios, el Padre provincial se puso en oración, y se cuenta que se le vio en éxtasis, elevado de la tierra. Concluida su oración, ordenó al Padre Fernando que le siguiera, y los dos, no dudando de la inspiración divina, informaron de su determinación a sus amigos en unas cartas llenas de piedad y celo. Abandonaron Nagasaki para ir a Omura, y en la noche se detuvieron en la casa de un buen cristiano, donde se encontraron con el Padre Francisco de Morales, dominico. Allí vino a encontrarlos una multitud de las cercanías y aun de Nagasaki, y ellos, correspondiendo a esta manifestación, consagraron largas horas a confesar, predicar y bautizar.
Llegados al territorio de Omura, su primer cuidado fue visitar el sepulcro de los dos primeros mártires y vestir su hábito religioso; después se detuvieron cuatro días en Nangoia, debido a la multitud de fieles que acudían a recibir los sacramentos. La noticia de esto pronto llegó a Omura, y el gobernador mandó en tres barcas a comisarios y soldados que apresaran a los Padres. Aquellos llegaron a Nangoia como a las siete de la noche y apresaron a los Padres, tratándolos con mucho respeto. El bienaventurado Alfonso entregó a uno de los comisarios una carta para el príncipe de Omura, reprochándole su apostasía y la muerte de los Padres Juan Bautista Machado y Pedro de la Asunción.
Al día siguiente, considerando los siervos de Dios que sería el último de su vida, quisieron celebrar la Santa Misa, pero se les negó esta gracia, y fueron conducidos a la playa donde debían embarcarse.
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