"El Gigante del Juicio y las Tinieblas del Norte"

: los pecadores estaban condenados por su propia

 


En una noche oscura y tempestuosa, en una pequeña aldea olvidada por el tiempo, una joven santa, Teresa, se encontraba sola en su celda de oración. Un aire helado se colaba por las rendijas de la ventana, haciendo que las velas titilasen. De repente, una voz profunda y resonante rompió el silencio, llenando la celda con un eco sobrenatural.

"Yo, que estoy hablando contigo," dijo la voz, "soy el Señor, el mismo que en un día como hoy, envió a mis apóstoles mi Espíritu Santo."

Teresa sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. La voz continuó, describiendo cómo el Espíritu Santo había venido a sus apóstoles de tres maneras: como un torrente, como fuego, y bajo la apariencia de lenguas. "Vino con las puertas cerradas," dijo la voz, "pues estaban solos y tenían tres bienes: el firme propósito de guardar castidad, suma humildad, y deseaban solo a Dios. Eran estos bienes tres vasos limpios, aunque vacíos, y por eso el Espíritu Santo los llenó."

El ambiente en la celda se volvió más denso, casi tangible. La voz prosiguió, su tono volviéndose más sombrío. "El Espíritu Santo vino como un torrente, llenando sus huesos y miembros de deleite divino. Vino como fuego, llenando sus corazones de fervor divino, para que solo amasen y temiesen a Dios. Finalmente, vino en apariencia de lenguas, hablando con sabiduría divina, como si fuera con una sola lengua, y hablando toda verdad."

Teresa, con el corazón latiendo aceleradamente, escuchaba cada palabra, sintiendo la presencia poderosa e inquietante del Señor.

"Pero," continuó la voz, "este Espíritu no puede entrar en aquellos que ya están llenos y repletos de pecado e impureza. Estos son como tres vasos pésimos: el primero lleno de pestífero excremento humano, el segundo de vilísimo líquido amargo, y el tercero de corrompidísima sangre y materia."

Las palabras resonaban en la mente de Teresa, creando imágenes horribles. Visualizaba estos vasos, llenos de inmundicia, con un hedor que parecía llenar la celda. La voz describió a los pecadores como llenos de ambición y codicia, sus almas oliendo peor que el estiércol humano en presencia del Señor y sus santos.

El segundo vaso, lleno de lujuria e incontinencia, era tan amargo para el Señor como un líquido asqueroso. "No podré sufrir a estos," dijo la voz con un tono de desprecio, "ni mucho menos entrar en ellos por mi gracia. Siendo yo la misma pureza, ¿cómo he de entrar en corazones tan inmundos? Siendo yo el mismo fuego del verdadero amor, ¿cómo he de inflamar a los que están inflamados con el perverso fuego de la lujuria?"

Teresa sintió una desesperación creciente, como si las paredes de su celda se cerraran sobre ella. La voz habló del tercer vaso, lleno de soberbia y arrogancia, como materia y sangre corrompida, que corrompe tanto al hombre interior como exteriormente.

El mensaje del Señor era claro y aterrador: los pecadores estaban condenados por su propia corrupción, incapaces de recibir el Espíritu Santo. La voz se desvaneció, dejando a Teresa sola en la oscuridad, temblando por la revelación que había presenciado. Afuera, la tormenta rugía más fuerte, como si el mismo infierno se estuviera desatando sobre la tierra.

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