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En el Obispado de Tarazona, en Aragón, había una mujer pobre de bienes de la tierra, pero muy rica con la devoción a la Virgen Santísima. Tenía ésta un hijo de doce años que, por la pobreza de su madre, se ocupaba en guardar un rebaño de ovejas. Cuando venía por la noche a su casa, la madre le instruía en la devoción de Nuestra Señora y le enseñaba a rezar el Santo Rosario. Le amonestaba que cuando se viese en alguna necesidad, acudiese con esta devoción a la Reina del Cielo y Madre de piedad, que sin duda le socorrería.
Estando un día en el monte guardando sus ovejas, sobrevino al ponerse el sol una terrible tempestad de piedra, relámpagos y truenos, la cual le descaminó todo el ganado. Le faltaron las fuerzas para juntarlo como deseaba, y acordándose del consejo de su madre, defendido debajo de una peña, se puso a rezar su rosario. Era ya muy de noche cuando acabó la tempestad y, cuidadoso de sus ovejas, volvió a buscarlas. Con la grande oscuridad y tinieblas no veía por dónde andaba. Dio muchos pasos sin hallar oveja alguna, y llegando a un cortado peñasco, iba ya a despeñarse si diera un paso más adelante, como llevaba intención. Se hubiera hecho mil pedazos si cayera, porque los riscos eran altísimos. Pero en aquel mismo punto se le apareció una pastorcita, con resplandor más que humano, la cual le dijo: "¿Adónde vas, hermano?". Respondió él: "En busca de mi ganado, que según ha sido furiosa la tempestad, temo que haya dado en algún barranco". "Ven conmigo", dijo ella, "que estás cansado: Dios le guardará, y por la mañana lo hallarás".
Creyólo el mozo, hízolo así, y mostróle la pastora una choza, diciendo: "Aquí te puedes recoger esta noche, que yo paso adelante a otra cueva". Durmió el pastor, como muy cansado, toda la noche y, despertando por la mañana, salió a buscar su ganado. A poco trecho que anduvo, le halló todo junto y salvo, sin faltarle oveja alguna. Con el contento grande que recibió, quiso volver a dar las gracias a la pastora, y nunca, por más diligencia que puso en buscarla, pudo descubrir la cueva adonde había pasado. Y no solamente no halló aquella cueva, sino tampoco la suya donde había descansado, ni otra alguna en toda aquella comarca. Entendió claramente con esto que aquella merced le había venido de la Reina del Cielo, y que la advertencia de no pasar adelante para no despeñarse había sido favor suyo. Quedó desde entonces más aficionado a la devoción de la Santísima Virgen y de su Santo Rosario, por la cual tanto bien le había venido.
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estefanysantana
maria
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