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El Milagro de la Confesión Oculta: La Intercesión de la Virgen y el Último Arrepentimiento en Libia**
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en la ciudad de Libia, en Francia, había una mujer de vida tan ejemplar que, aunque casada, parecía religiosa: su oración era continua, sus ayunos y limosnas frecuentes, y, lo más principal, era devotísima de la Santísima Virgen. Sucedió que esta mujer cometió un pecado mortal que, debido a la gran opinión que tenía de sí misma, no se atrevió a confesar por pura vergüenza.
El confesor, aunque sospechó que podría haber ocultado algún pecado, no quiso hacer más averiguaciones ni realizar otra diligencia en preguntarle cosas adicionales, como suelen hacer los que prudentes desean el bien de las almas. Un día, habiéndose confesado en otra iglesia, el confesor le sugirió que sería beneficioso que se confesara con el prior de aquel convento. La mujer aceptó, y el confesor previno al prior, diciéndole que, debido al modo en que se había confesado la mujer, parecía que necesitaba consuelo para su alma, y que le hiciera algunas preguntas. La mujer fue, pero, igual que con los demás, guardó silencio por vergüenza sobre el pecado. Pocos días después, la mujer cayó enferma y murió sin haber confesado el pecado que ocultaba. Al ser amortajada, llegó en ese momento una hija que tenía fuera de la ciudad. Muy llorosa y afligida, quiso abrazar a su madre amortajada. Al darle el abrazo, la madre habló, diciendo: "Quítame esta mortaja, llama a mi confesor, y después a todos los que puedas de la ciudad." A tan sorprendente novedad acudieron numerosos vecinos, y primero el confesor. La mujer le dijo: "Si en las primeras confesiones, cuando entraste en aquella sospecha de que yo ocultaba algún pecado, me hubieras dicho las cosas que la Madre de Misericordia te inspiraba, no me hubiera pasado el tiempo callando tanto un pecado como lo he hecho, haciendo casi costumbre de malas confesiones. Escúchame ahora." Y confesó generalmente toda su vida. Apenas terminó su confesión, se volvió a los circunstantes y dijo: "Yo, miserable pecadora, aunque estaba tenida por muy santa, me pareció que perdería el respeto con mi confesor si le manifestaba la flaqueza en la que había caído. Así que todos los días, después de haberme confesado en una iglesia, me iba a confesar con una imagen de la Virgen que tenía en mi oratorio, y como si eso fuera de algún provecho, pronunciaba allí mi pecado y añadía: ‘Señora, cuantas limosnas, ayunos, disciplinas y mortificaciones he hecho en mi vida, todo te lo ofrezco para que no me condene.’ Y aunque sabía que todo esto era en vano, continué así hasta morir. Al llegar mi alma al tremendo tribunal de Dios, mis enemigos, los demonios, me arrebataron para llevarme al infierno, sin que yo pudiera decir otra cosa que: ‘¡Estrella del Mar, dónde estás!’" A esta voz, salió la Madre de las Misericordias y, con palabras muy dulces, dijo a su Santísimo Hijo: "Ya sé, Dios mío, que como justo y recto juez de vivos y muertos, debes pronunciar sentencia de condenación a esta alma por no haber confesado su pecado como debía. Pero también sé que, por la leche que te di, nunca me has negado nada. Y, pues todavía no has pronunciado la sentencia, te ruego que le des tiempo para confesarse, para que no se diga que quien puso su confianza en mí ha perecido." Entonces, Cristo Señor Nuestro dijo: "No es justo que yo niegue a mi Dulcísima Madre nada de lo que me pide. Vuelva esta alma al cuerpo." Y así, habiéndose confesado, recibió el premio que merece la devoción y confianza que tuvo en mi Madre Santísima. Con esto, volvió a la vida, pudo confesar su pecado, y a los confesores les encargó que no se portaran remisos en animar a las almas a confesar sus pecados, y dicho esto, haciendo la señal de la cruz, reclinó la cabeza y expiró, dejando asombrados y atónitos a todos en la ciudad.
En lugar de confesar el pecado específico, todas las confesiones que hacía las concluía diciendo: "Acúsome, padre, de todo esto que he dicho, y de cuanto no he dicho, de lo que me acuerdo y no me acuerdo, y de todo lo que Dios sabe que le he ofendido."
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