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en un remoto pueblo, vivía una mujer devota llamada Estefany Segundo. Durante años, Estefany su esposo habían anhelado tener un hijo, pero la bendición nunca llegó. Desesperada, Estefany acudió a la iglesia, orando fervientemente a la Virgen María. Día tras día, le rogaba que le concediera un hijo y, a cambio, prometía dedicar la vida del niño al servicio de la Virgen.
Una noche, mientras Estefany dormía profundamente, tuvo un sueño inquietante. La Virgen se le apareció, rodeada de un resplandor etéreo. Con una voz suave pero firme, le dijo: "Tus oraciones han sido escuchadas." Al despertar, Estefany sintió una mezcla de alegría y temor, preguntándose si su sueño era una señal divina.
Al día siguiente, se dirigió a la iglesia, su vientre ya comenzando a hincharse con el fruto de sus plegarias. Era un día especial, pues el recién electo Arzobispo Germano de Constantinopla lideraba la procesión. La multitud se congregaba, ansiosa por ver al nuevo líder espiritual. Estefany, con el corazón acelerado, se abrió paso entre la gente y se subió a un escaño para ser vista.
Cuando la procesión pasó frente a ella, levantó su voz y clamó: "Bendice, señor, al que llevo en mis entrañas." El Arzobispo Germano, deteniéndose, la miró con una intensidad inquietante. A través de una revelación divina, comprendió el destino del niño que Estefany llevaba en su vientre. Con una voz profunda y resonante, dijo: "Que el Señor te bendiga por la intercesión de su Protomártir."
Al pronunciar estas palabras, Estefany vio : una llama de fuego surgió de la boca del Arzobispo, extendiéndose hacia ella. La llama no quemaba, pero su calor la envolvió.
Las personas a su alrededor no parecieron notar el fenómeno, continuando con sus rezos y cantos, ajenos a la visión de Estefany.
Esa noche, atormentada por la visión, Estefany no pudo dormir. Sentía que algo siniestro había sido desatado. Los días siguientes estuvieron llenos de extrañas ocurrencias. Sombras que se movían por la casa, susurros en la oscuridad, y una sensación constante de ser observada. A medida que su embarazo avanzaba, estas experiencias se intensificaban.
Finalmente, llegó el día del nacimiento. En una tormentosa noche, con relámpagos iluminando el cielo y vientos ululantes, Estefany dio a luz a un niño.
El Arzobispo Germano fue llamado para bendecir al recién nacido. Al entrar en la casa, la llama de fuego que Estefany había visto antes volvió a aparecer, esta vez rodeando al bebé. Germano, con un semblante grave, pronunció una oración solemne. Al finalizar, la llama se extinguió, pero el aire quedó cargado con una sensación de peligro inminente.
Estefany, cumpliendo su promesa, entregó al niño al servicio de la iglesia. Sin embargo, a lo largo de su vida, el niño, ahora conocido como el Monje de Fuego.
Un día, mientras el monje meditaba en la iglesia, sumido en sus pensamientos oscuros, una luz cegadora llenó el recinto. De esa luz emergió una figura radiante: Jesús, con un semblante sereno y compasivo. Se acercó al monje, extendiendo su mano.
"Ven," dijo Jesús con una voz que resonaba con amor y poder. "Tu sufrimiento ha llegado a su fin."
El Monje de Fuego, temblando, tomó la mano de Jesús. Al instante, la oscuridad que lo había rodeado toda su vida comenzó a disiparse. Las sombras se desvanecieron y los susurros cesaron. La llama que había nacido de la boca del Arzobispo se extinguió para siempre.
Jesús, con una sonrisa benévola, llevó al monje a la luz, liberándolo de la maldición. Estefany, observando desde el más allá, sintió una paz profunda al ver a su hijo finalmente libre. La promesa hecha a la Virgen había sido cumplida, y el rescate divino de Jesús trajo redención y paz al alma del Monje de Fuego.
Desde entonces, el pueblo recuerda la historia con reverencia y asombro, sabiendo que incluso en los momentos más oscuros, la luz y la salvación siempre están al alcance.
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