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gracias jesus |
Si tan triste y tan infeliz es la vida del apóstata, ¿cuánto no habrá de serlo la muerte?
Ay, amigo, ¡la muerte del apóstata es la más funesta que pueda sugeriros vuestra imaginación! En aquel momento supremo en que el tiempo huye para siempre de nosotros, en aquel terrible y espantoso instante en que desaparecen todas las ilusiones, en aquel instante sublime del que depende una eternidad feliz o desgraciada, la conciencia reivindica todos sus derechos, y agita horriblemente con crueles remordimientos al desdichado que expira, rebelde a Dios y a su Iglesia.
¿de dónde proviene tan raro temor y agitación del apóstata en su última hora?
De muchas cosas; en primer lugar, proviene de que Dios, verdad infalible, lo ha dicho millares de veces y con suma claridad en la Escritura Santa. Escuchad algunos de sus oráculos: "El deseo de los pecadores perecerá." "El corazón duro lo pasará mal al fin de la vida." "Pésima es la muerte de los malos." "Espantosa cosa es caer en las manos del Dios vivo." Estas sentencias se encuentran a cada paso en los libros sagrados.
Muy terminantes son estos textos, solo que según veo, vos dais por supuesto que los que abrazan la secta protestante son los pecadores, los corazones duros, los impíos de que se habla en ellos. ¿Y creéis que realmente es así?
Sin duda ninguna. En efecto, ¿hay por ventura hombre más criminal que el que, haciendo traición a su propia conciencia en asunto de tanta importancia, abandona la única religión verdadera para entregarse a los placeres de los sentidos, para correr en pos de un vil interés, para hacer tráfico con su misma alma y seguir un ciego orgullo? ¿Puede darse un corazón más duro que el de aquel que, después de haberse sumido en todo género de pecados, apostata desesperado y resiste a cuantos avisos le manda el Señor, sofoca los continuos ladridos de su conciencia, y en tan funesto estado sigue hasta la muerte? ¿A quién puede acusarse más de impío que al que aborrece a la Iglesia, la detesta y le declara una guerra la más eruda, que procura sonsacarle y arrebatarle sus hijos, y no perdona medio para causarle cuantos estragos le es posible con sus escándalos, con sus palabras, con sus calumnias y tenebrosos manejos? ¿Quién merece más el nombre de impío que el que odia de corazón a la Iglesia, casta esposa de Jesucristo, y tan querida suya que la compró a costa de su sangre purísima, de acerbas penas, de una muerte tan cruel como afrentosa? Ah, no lo dudéis, amigo mío; no hay términos para expresar cuál corresponde el exceso de infamia e impiedad de semejantes gentes.
En verdad que no sé qué contestaros. Decidme ahora cuáles son los otros motivos que hacen espantosa la muerte de los apóstatas.
Sin contar los oráculos divinos que os he citado, los mismos apóstatas tienen un negro presentimiento del horrible fin que se les espera. Conocen en el fondo de su alma que Dios es enemigo suyo. El Eterno mismo, para anticiparles el castigo ya en este mundo, les hace sentir con mayor viveza el terror del juicio inminente que habrán de sufrir. No sé si habéis presenciado jamás los últimos instantes de alguno de estos miserables, pero sea como fuere, creed a los que han asistido a tan espantosa escena. En aquel entonces, tales moribundos o permanecen estúpidos e inertes como el mármol, sin hacer el menor movimiento, y mueren materialmente como un perro, o bien prorrumpen en gritos desaforados y en arrebatos de furiosa desesperación, manifestando con esto todo el estado interior de su alma. Su vista torva y asustada, su semblante desencajado y las contorsiones de todo su cuerpo son otras tantas señales poco menos que ciertas de su reprobación final.
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