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Juan nunca había creído en fantasmas, ni en apariciones, ni en el más allá. Para él, la vida era simplemente lo que se veía, lo que se tocaba, lo que podía entender con su lógica. Había crecido en un hogar donde las historias de espíritus eran cuentos para asustar a los niños y donde la religión era una tradición más que una convicción. Pero aquella noche, todo cambió.
Era una noche sofocante de verano. Las ventanas estaban abiertas de par en par, pero ni la más leve brisa se atrevía a entrar. El reloj de la sala marcaba las tres de la madrugada cuando Juan se despertó sobresaltado, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Había tenido un sueño extraño, confuso, donde una voz lejana lo llamaba desde la oscuridad. Esa voz, aunque distorsionada y casi irreconocible, tenía algo profundamente familiar. Sonaba angustiada, desesperada, pero también colérica, como si se estuviera aferrando a su última oportunidad de ser escuchada.
Sacudió la cabeza, intentando alejar el mal sueño, y decidió ir a la cocina por un vaso de agua. Se levantó de la cama, su cuerpo aún tembloroso por el miedo irracional que lo había invadido en el sueño, y caminó por el pasillo oscuro de su casa. La luz de la luna se colaba por las ventanas, proyectando sombras largas y retorcidas en las paredes. Algo en la atmósfera se sentía diferente, como si el aire mismo estuviera cargado de una tensión invisible.
Al llegar al final del pasillo, Juan se detuvo en seco. Una figura oscura se perfilaba justo delante de la puerta de la cocina. Al principio, pensó que era un juego de luces y sombras, pero a medida que sus ojos se ajustaban a la penumbra, comenzó a distinguir más claramente los contornos de una persona. Un escalofrío helado le recorrió la columna vertebral, paralizándolo en su lugar. “¿Quién anda ahí?”, preguntó, con la voz temblorosa, sin recibir respuesta.
La figura avanzó un paso hacia la luz tenue que entraba por la ventana. Su cuerpo era alto y delgado, pero lo que más aterrorizó a Juan fue reconocer el rostro que emergió de la oscuridad: era su padre, quien había fallecido hacía ya varios años. Pero este no era el padre que recordaba. El hombre que tenía delante era un espectro del hombre que había conocido. Su rostro estaba demacrado, la piel pegada a los huesos, de un tono ceniciento. Sus ojos, hundidos y oscuros, parecían dos pozos sin fondo. Vestía ropas harapientas y su cuerpo estaba cubierto de hollín y marcas de quemaduras.
Padre... ¿eres tú?”, balbuceó Juan, incapaz de creer lo que veía.
La figura asintió lentamente, y de su boca salió un susurro que resonó en las paredes como un eco lúgubre. “He venido a advertirte, hijo. El lugar al que fui condenado es un tormento sin fin, un castigo que no te puedes imaginar. Fui un hombre pecador, y ahora pago por cada una de mis faltas. El infierno es real, Juan. Y te lo digo porque aún tienes tiempo. No sigas mis pasos... o acabarás como yo.”
Juan sintió que el pánico se apoderaba de él. Quiso correr, pero sus piernas no respondieron. Estaba clavado al suelo, con los ojos fijos en la aparición que, aunque era su padre, se sentía como un extraño. “¿Qué debo hacer?”, logró preguntar con la voz quebrada, mientras las lágrimas empezaban a llenar sus ojos.
“El infierno no es solo fuego y sufrimiento, hijo. Es la desesperación más profunda, el arrepentimiento eterno, la angustia de saber que ya no hay vuelta atrás. Es un lugar donde el tiempo no existe, donde el dolor es constante y donde cada recuerdo de la vida pasada se convierte en una herida que nunca deja de sangrar. Tienes que cambiar, Juan. Tienes que cambiar antes de que sea demasiado tarde. El sufrimiento que soportas en vida no es nada comparado con lo que te espera si caes en la condena eterna. ¡Las llamas, el dolor... nunca cesan!”
La figura comenzó a avanzar hacia él, y con cada paso que daba, el aire a su alrededor se volvía más denso, más sofocante, como si una presencia maligna lo envolviera. Juan sintió que el aire se le escapaba, que sus pulmones no podían respirar. La figura de su padre estaba ahora a solo unos pasos de él, y podía sentir el frío que emanaba de su cuerpo, un frío que calaba hasta los huesos.
“Padre, por favor , imploró Juan, ahora llorando abiertamente, “¡dime qué debo hacer para salvarme!”
La figura se detuvo y extendió una mano hacia él. Sus dedos eran largos y esqueléticos, y a pesar de su aspecto, el gesto fue casi reconfortante. “Arrepiéntete, hijo. Vive una vida justa, alejada de la codicia, el odio y la mentira. Ayuda a los necesitados, muestra compasión por los débiles y busca la redención mientras puedas. Recuerda mis palabras: el infierno es real, y si no cambias, lo conocerás.”
El espectro comenzó a desvanecerse, pero sus ojos permanecieron fijos en Juan hasta el último momento, transmitiendo una desesperación insondable, una advertencia que no podría ignorar. Y con un último susurro, tan bajo que apenas fue un murmullo, dijo: “No me olvides... no olvides lo que has visto esta noche.”
Cuando la figura desapareció por completo, Juan cayó de rodillas, con el corazón desbocado y la mente invadida por el terror. Se quedó allí, en medio del pasillo, mientras las primeras luces del amanecer comenzaban a filtrarse por las ventanas. No podía dejar de pensar en las palabras de su padre, en la advertencia que le había dejado. Pasó el resto de la noche en vela, rezando como nunca lo había hecho, decidido a cambiar su vida, aterrorizado por el destino que le aguardaba si no lo hacía.
A partir de ese día, Juan se convirtió en un hombre diferente. Dejó atrás su vida de indulgencias y frivolidades, y comenzó a vivir de acuerdo con las enseñanzas que había ignorado durante tanto tiempo. Ayudaba a los necesitados, buscaba la redención en cada acto, y cada noche, antes de dormir, recordaba las palabras de su padre, temiendo que, si alguna vez volvía a desviarse, el espectro regresaría, pero esta vez, para llevarlo consigo a las profundidades del infierno.
Y aunque nunca volvió a ver a su padre, las palabras de esa aparición quedaron grabadas en su alma, recordándole que la salvación, y la condena, estaban siempre a un suspiro de distancia. Juan vivió el resto de sus días con el peso de esa advertencia, sabiendo que, en cualquier momento, podría ser demasiado tarde. Y así, cada día se esforzaba por alejarse de la oscuridad que una vez había estado tan cerca de consumirlo, con la esperanza de que, cuando su hora llegara, pudiera encontrar la paz que su padre nunca había conocido.
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