La Boda de los Ángeles caídos

El Fuego del Juicio

 


En una noche oscura y tormentosa, un grupo de eruditos se reunió en una antigua biblioteca, buscando descifrar los secretos de un texto perdido. 

Las páginas, amarillentas y desgastadas, hablaban de un fuego ancestral, conocido como ignem effe incorporeum, un fuego que no solo consumía lo material, sino que también atormentaba las almas de los condenados.

Uno de los estudiosos, el Dr. Mendoza, leyó en voz alta: “At vero gehenna illa, quod etiam flammis et sulpuris dictum est...”. El murmullo del viento parecía responder, como si la propia naturaleza se oponía a la revelación de tales horrores. “Este fuego,” continuó, “no es solo un elemento de purificación, sino el vengador de las ofensas a Dios.”

Mientras los demás se sumergían en la discusión sobre la naturaleza de este fuego, la atmósfera en la biblioteca comenzó a cambiar. Las llamas de las velas parpadeaban erráticamente, como si una corriente helada hubiera invadido el lugar. Mendoza, inmerso en su lectura, no notó que el aire se volvía denso y pesado, lleno de una presión indescriptible.

“¿Pero cómo puede ser un fuego incorruptible y a la vez corporal?” preguntó Clara, una joven investigadora. “La obra dice que los cuerpos de los condenados serán incorruptibles y, sin embargo, sufrirán eternamente.”

De repente, un ruido sordo resonó desde las profundidades de la biblioteca. Los libros comenzaron a caer de los estantes, como si una fuerza invisible estuviera desencadenando su ira. El Dr. Mendoza, ahora consciente de la tensión en el aire, cerró el libro con un golpe seco. “Tal vez hemos desatado algo que no debimos tocar.”


Fue entonces cuando el fuego de la chimenea creció de forma inexplicable, transformándose en una llama azulada, una manifestación de aquel ignis vindicatorum. Los rostros de los presentes se tornaron pálidos al darse cuenta de que lo que habían leído no eran solo palabras, sino advertencias de un horror real.

Las sombras comenzaron a danzar en las paredes, y figuras espectrales se dibujaron en la penumbra. “Ignis, grando, fames…” resonó en sus mentes, un recordatorio de que el fuego era el primero entre los elementos creados por Dios para castigar a los impíos. Clara sintió un escalofrío recorrer su espalda al recordar que Dios había utilizado el fuego para castigar a Sodoma y para traer plagas sobre Egipto.

“Debemos irnos,” gritó uno de los eruditos, pero era demasiado tarde. Las llamas azules se alzaron y comenzaron a cobrar forma, convirtiéndose en rostros de aquellos que habían sido condenados. Sus lamentos resonaron en el aire, un eco de las almas perdidas atormentadas por su pasado.

El Dr. Mendoza, en un intento desesperado por comprender, recordó las palabras de San Gregorio Nazianzeno: “El fuego es el vengador de las injurias y ofensas a Dios.” Con un grito, comprendió que el fuego que tenían ante ellos no era solo un elemento, sino una manifestación de la justicia divina, una condena viviente.

Mientras los gritos de desesperación llenaban la biblioteca, el fuego avanzó, buscando a aquellos que habían osado explorar su esencia. La comprensión de que habían traído la ira de un elemento eterno sobre ellos les llegó con dolorosa claridad. En un instante, la biblioteca fue consumida, y el único recuerdo de su curiosidad quedó reducido a cenizas, junto con las almas que se habían atrevido a indagar en los secretos del ignem effe incorporeum.

Así, el fuego eterno reclamó a sus víctimas, recordándoles que, en la búsqueda del conocimiento prohibido, a veces se desatan horrores que es mejor dejar en el olvido.


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