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El aire pesado de la noche envolvía el convento en un silencio inquietante. Ana, una monja joven, recién llegada, se encontraba rezando en la capilla. Había escuchado los susurros de sus hermanas, que hablaban con temor sobre una boda inminente, no de mortales, sino de ángeles caídos. Pero lo que más inquietaba a Ana era lo que le había dicho la madre superiora: una advertencia velada de que debía vigilar su corazón, pues las almas más puras eran las más propensas a caer en la ilusión del maligno.
Esa noche, mientras Ana se arrodillaba ante el altar, comenzó a sentir algo extraño. Su cuerpo, débil por el ayuno, empezó a pesarle. Sus pensamientos se nublaron, y un sentimiento de desesperanza la envolvió. Era como si algo estuviera susurrando en lo profundo de su mente, diciéndole que no debía luchar, que no podía resistir lo que estaba por venir.
Ana cerró los ojos con fuerza, tratando de ignorar esa voz. Pero el susurro era persistente, suave y envolvente. Le decía que la transformación estaba cerca, que pronto asistiría a las bodas donde los hombres se convertirían en ángeles de Dios. La voz le prometía que, si dejaba de resistir, si entregaba su voluntad, sería parte de algo glorioso.
Recordó las palabras de la madre superiora, quien le había hablado de una transformación falsa, una ilusión diabólica que el demonio usaba para engañar a las almas puras. Le había advertido que el demonio no siempre se mostraba como algo horrible; a veces, se disfrazaba como ángel de luz, ofreciendo promesas de divinidad. Pero esas promesas solo llevaban a la perdición.
De repente, Ana sintió una presencia detrás de ella. Un frío inexplicable recorrió su espalda. Lentamente, abrió los ojos y miró hacia el reflejo en los vitrales de la capilla. Allí, parado en la penumbra, había un hombre. Su rostro era etéreo, casi divino, pero sus ojos... esos ojos no reflejaban ninguna bondad.
"¿Qué quieres de mí?", susurró Ana, su voz apenas audible.
El hombre, o lo que fuera esa figura, dio un paso adelante, su semblante cambiando ligeramente, volviéndose más oscuro, pero sin perder su belleza. “Vengo a ofrecerte lo que siempre has anhelado", dijo, su voz suave como la seda. "La transformación. Te convertirás en uno de nosotros, en un ángel de luz. Solo debes dejar de luchar”.
Ana retrocedió, recordando las palabras de la advertencia. Sabía que no debía confiar en lo que veía, pero la tentación era abrumadora. El hombre se acercó más, y su rostro, antes angelical, comenzó a distorsionarse, revelando una mueca grotesca. "No temas", le susurró. "Todo lo que necesitas hacer es ceder. Solo entonces conocerás la verdadera divinidad”.
El eco de las palabras de la madre superiora resonó en su mente: "Es el demonio quien promete la transformación a través de la carne, quien te incita a actos impuros bajo el disfraz de la gloria divina."
Ana cayó de rodillas, su mente en un torbellino. "¡No!", gritó, tratando de resistir la seducción de la criatura frente a ella. "¡No me engañarás!".
El rostro del hombre cambió por completo, revelando la monstruosa verdad detrás de su apariencia. Sus ojos se tornaron negros como la noche, su piel se rompía en grietas oscuras, y su sonrisa ya no era angelical, sino una mueca de maldad pura.
“Siempre dicen que no al principio”, susurró la criatura, mientras extendía una mano gélida hacia ella. "Pero todos caen... al final".
Ana sintió cómo las fuerzas la abandonaban, el frío de la figura la envolvía por completo. Pero en el último momento, algo dentro de ella, una chispa de fe, le dio la fuerza para apartar la mirada. Entre lágrimas, susurró una oración con todo lo que le quedaba de aliento.
Y entonces, como si la misma oscuridad se desmoronara, la figura retrocedió, lanzando un chillido aterrador antes de desaparecer en la sombra. La capilla quedó en silencio.
Ana cayó al suelo, temblando. Sabía que había estado al borde de caer en la trampa de la transformación diabólica. Las palabras de la madre superiora resonaban claras en su mente: "El demonio no te ofrece lo que es de Dios; te ofrece lo que es de la carne, disfrazado de gloria."
Con el corazón palpitante y la fe renovada, Ana se levantó. Sabía que la lucha no había terminado, que el demonio volvería a tentar, pero estaba decidida a resistir, a no dejarse engañar por las promesas falsas de la transformación.
Las bodas de los ángeles caídos, aquellas que el demonio prometía, no eran más que una ilusión que conducía al abismo. Y Ana, aunque temblorosa, había decidido caminar por el sendero de la luz, sabiendo que la verdadera transformación solo podía venir de Dios.
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