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En las profundidades del inframundo, donde las almas de los condenados gritaban en agonía perpetua, Luzifer se encontraba recorriendo su reino de tormentos.
Los lamentos de los eternos castigos rebotaban en las paredes de piedra negra, llenando el aire con un eco constante y ensordecedor. A pesar de estar acostumbrado a la cacofonía de los sufrimientos, ese día en particular parecía ser diferente. Los gritos de los condenados no cesaban, y entre los lamentos había una confusa agitación.
—¡A la vela, a la vela! —gritaban en un murmullo desesperado que se mezclaba con el crujir de las cadenas—. ¡Nadie se duerma!
Luzifer, cansado de la interminable desazón que reinaba, decidió investigar la causa de tanto alboroto. Había recibido quejas, incluso de sus propios demonios, de que los condenados en una de las celdas estaban causando un disturbio mayor del habitual. Se dirigió hacia aquella lúgubre mazmorra, y al acercarse, el ruido de los gritos se volvió insoportable. "¡A la vela! ¡A la vela!" resonaba una y otra vez, como un mantra oscuro.
Al llegar, Luzifer encontró a un viejo conocido. Era Judas, quien, lejos de estar sufriendo su castigo eterno en silencio, caminaba inquieto y desvelado, como buscando algo en la penumbra de aquel lugar. Murmuraba en voz baja, pero de forma comprensible, como si hablara consigo mismo. Estaba obsesionado, buscando una parra en los rincones oscuros de la celda.
—¿Qué haces, Judas? —le preguntó Luzifer, su voz reverberando como un trueno contenido.
Judas se detuvo un momento, su rostro pálido y ojeroso girándose lentamente hacia el ángel caído.
—Busco una parra —respondió con un susurro enloquecido, como si la respuesta fuera lo más natural del mundo—. Quiero ahorcarme de nuevo con ella, ver si esta vez, al hacerlo, los aficionados se calabrean y se quedan en silencio... Solo lo hago para ver si con eso se callan, si así logro detener el interminable aullido de los borrachos.
Luzifer lo observó con un gesto de exasperación. Ya había escuchado esa historia antes. Los borrachos que clamaban en el infierno eran una constante molestia, pero la solución de Judas era, a los ojos del príncipe de las tinieblas, tan absurda como ineficaz.
—Buen loco tenemos aquí —murmuró para sí—. ¿Quién te ha dicho que no hay peores condenados que los borrachos del vino? Más perdidos están los coléricos y los temáticos. Ellos gritan con más fuerza que cualquier borracho, y sus voces no cesan ni en la más profunda de las penumbras.
Sin embargo, Judas no parecía escucharle. Seguía en su obsesión, sus dedos temblorosos buscando una cuerda inexistente, una parra imposible en el árido y estéril suelo del infierno. Luzifer, harto de aquella locura inútil, decidió dejarlo solo con sus fantasmas y su eterna culpa. Mandó cerrar el calabozo, sellando a Judas en su tormento personal.
Mientras se alejaba, el eco de los gritos volvía a llenarlo todo. "¡A la vela, a la vela!" seguían clamando, como si la vigilancia eterna fuera el único refugio en ese mar de desesperación. Luzifer, abrumado por el estruendo, se tapó los oídos con ambas manos. Era una tarea interminable, pero aquella noche parecía especialmente insoportable. Los condenados no paraban de repetir su confuso cántico, arrastrando a todos los que escuchaban a un delirio colectivo.
Al cruzar otro umbral, Luzifer cerró la puerta tras de sí, dejando atrás a Judas y a sus gritos, pero el eco de las voces seguía resonando en su mente. "¡A la vela, a la vela! ¡Nadie se duerma!"
Un murmullo que prometía nunca apagarse.
Mientras Luzifer se alejaba, cansado de los gritos incesantes, algo extraño comenzó a suceder en el calabozo de Judas. La oscuridad espesa que había envuelto el lugar durante siglos empezó a ceder. Una luz tenue, pero poderosa, se filtraba desde un rincón, como si las tinieblas se abrieran para dar paso a algo sagrado. Judas, que aún vagaba buscando su parra, se detuvo, cegado por aquel resplandor inesperado.
—¿Qué es esto? —balbuceó, confundido. La luz no pertenecía al infierno, eso era seguro.
Desde esa luminosidad, una figura se hizo visible. Vestía un hábito negro, sencillo, pero irradiaba una fuerza que ningún demonio podía igualar. En una mano llevaba una cruz, y su rostro, sereno pero decidido, no mostró temor alguno frente al caos que lo rodeaba. Era San Benito, el santo que muchos en la Tierra invocaban para rechazar al Maligno.
—Judas —dijo con una voz profunda, cargada de compasión—. Hoy vengo por ti, pero no para condenarte más, sino para ofrecerte una salida.
Judas lo miró, incrédulo. Aquel hombre, con su cruz, era lo último que esperaba encontrar en ese rincón del infierno. Todo su ser estaba marcado por la traición, por la culpa, y la idea de salvación le parecía más un castigo añadido que una redención.
—¿Una salida? —preguntó, con un tono amargo—. No hay salida para los que como yo, hemos caído tan bajo. Mi condena es eterna.
San Benito, sin embargo, no retrocedió ante sus palabras. Levantó la cruz que llevaba consigo, y la luz que de ella emanaba se volvió más intensa. Con ella, trazó una señal en el aire, y la atmósfera del calabozo cambió de inmediato. Los gritos que antes eran ensordecedores comenzaron a apagarse. Los borrachos, los coléricos, los temáticos… todas las almas perturbadas quedaron en silencio, como si aquella cruz tuviera el poder de calmar las aguas más turbulentas del infierno.
—Con esta cruz, Judas —continuó San Benito—, no solo se enfrenta al Maligno, sino que también se ofrece la paz a las almas perdidas. Tú no eres una excepción. Mientras estés dispuesto a enfrentarte a tu culpa, siempre habrá esperanza para ti.
Luzifer, al sentir el cambio en su reino, regresó furioso, atravesando las sombras que habían comenzado a disiparse. Al ver a San Benito de pie en el calabozo, su rabia fue inmediata.
—¿Qué haces aquí, monje? ¡Este es mi dominio!
San Benito no respondió al ataque con ira, sino con serenidad. Alzó la cruz una vez más y la dirigió hacia Luzifer. El ángel caído retrocedió, como si aquel símbolo de la fe le quemara la piel.
—No puedes expulsarme, Luzifer. Esta cruz es más poderosa que cualquier sombra en tu reino. He venido por las almas que aún pueden salvarse, y no hay nada que puedas hacer para evitarlo.
El demonio gruñó, pero no pudo acercarse más. La luz de la cruz lo mantenía a raya.
Judas, en medio de la confrontación, miraba la cruz de San Benito con una mezcla de miedo y esperanza. Todo su ser estaba desgarrado entre el deseo de terminar con su tormento y el miedo a lo que vendría después. Pero, por primera vez en siglos, se sintió capaz de tomar una decisión. Lentamente, se arrodilló frente a San Benito.
—Si hay una salida —dijo, con voz quebrada—, la tomaré. No puedo soportar más este sufrimiento.
San Benito extendió la cruz sobre él, y al hacerlo, las cadenas invisibles que ataban a Judas a su condena se rompieron. El peso de su culpa, aunque no desaparecía por completo, se aligeraba. Los gritos en el calabozo cesaron, y la paz que trajo consigo el santo llenó el lugar.
—Ve en paz, Judas —dijo San Benito, con una sonrisa compasiva—. Tu penitencia aún no ha terminado, pero ya no estarás solo en tu lucha.
Con esas palabras, la figura de Judas se desvaneció en la luz, liberada del tormento que había soportado durante tanto tiempo. San Benito, aún sosteniendo su cruz, miró a Luzifer una última vez antes de desaparecer también, llevándose consigo la calma que había dejado atrás.
Luzifer, derrotado en ese pequeño acto de redención, se quedó solo en el calabozo. El silencio ahora era más perturbador que los gritos que antes llenaban el aire.
—Habrá más gritos —se dijo a sí mismo, mientras se giraba para salir—. Siempre los hay.
Pero en lo más profundo de su ser, sabía que la luz de aquella cruz seguiría ardiendo, en algún lugar, esperando rescatar a otras almas en su reino de oscuridad.
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