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En un pequeño y apartado pueblo, rodeado de espesos bosques, vivía un hombre llamado Esteban, conocido por su aislamiento y su extraño comportamiento. Se rumoreaba que, a diferencia de sus vecinos, Esteban no acudía a la iglesia y pasaba las noches largas y solitarias bajo la luz de la luna llena, realizando rituales de los que nadie se atrevía a preguntar. La verdad era más oscura de lo que cualquiera pudiera imaginar, pues Esteban había hecho un pacto… un pacto que nunca debió haber sido sellado.
Una noche fría y sin estrellas, Esteban, guiado por viejos textos prohibidos, invocó al Demonio. No fue un ritual sencillo. Hubo palabras extrañas, grabadas en su mente por sueños perturbadores. Esos caracteres arcanos y oscuros, enseñados en sus visiones, fueron dibujados en el suelo con su propia sangre. Al pronunciar las últimas palabras, el aire se volvió pesado y el frío lo envolvió como una garra helada. Frente a él, en un círculo de fuego negro, apareció la figura del Demonio, pero no como un ser de pesadillas indefinidas. No. Era una cabra, un ser enorme y oscuro, con ojos como pozos sin fondo, sentado en un trono magnífico, adornado con joyas que relucían bajo la luz espectral del fuego.
El pacto fue claro. A cambio de su alma, Esteban recibiría riqueza, poder, y el conocimiento prohibido que tanto ansiaba. Las palabras del Demonio eran como un veneno dulce, seductor. Esteban no dudó. Con una sonrisa torcida, repitió las palabras que el Demonio le dictaba. El trato estaba sellado.
Los días siguientes, las riquezas llegaron. Monedas de oro aparecían en su hogar sin explicación, y su influencia en el pueblo creció. Todos lo temían, pero nadie sabía el porqué. Sin embargo, lo que el pacto le había dado también comenzó a corromperlo por dentro. Veía sombras moverse a su alrededor, oía susurros en idiomas que no comprendía, y por las noches, ya no podía dormir. En cada esquina, en cada rincón oscuro, creía ver los ojos de la cabra, observándolo, esperando.
Lo que más le aterraba era el trono. Cada vez que cerraba los ojos, lo veía. No podía dejar de pensar en aquella figura oscura, majestuosa y terrible, sentada sobre el trono de un reino que no pertenecía a este mundo. Las joyas, las riquezas… todo eso ya no le importaba. El Demonio estaba allí, siempre. Aunque no lo veía físicamente, sentía su presencia en cada rincón de su casa, cada noche más cerca.
Un mes después del pacto, Esteban decidió terminar con todo. Ya no soportaba el miedo, la sensación de que algo oscuro se cernía sobre él. Se encaminó al bosque, con la esperanza de romper el acuerdo. Encontró el claro donde había realizado el ritual por primera vez, y sin pensarlo dos veces, comenzó a destruir los símbolos que había dibujado aquella fatídica noche.
El viento sopló, las ramas crujieron y, de repente, todo se silenció.
Delante de él, el Demonio apareció de nuevo, pero esta vez, no en forma de cabra. Era una figura oscura, más alta que cualquier hombre, y en sus manos llevaba algo: un trono, como el que Esteban había visto en sus pesadillas. Pero este no estaba vacío. Esteban vio su propio reflejo sentado en él, con una sonrisa torcida, los ojos vacíos, consumido por el poder que había deseado.
—Ya es tarde, Esteban —dijo el Demonio, su voz como un eco en el vacío—. El pacto está sellado. Tú ya no perteneces a este mundo.
En ese instante, Esteban sintió cómo su cuerpo se desvanecía. Ya no estaba en el bosque. Estaba sentado en el trono, rodeado por sombras, atrapado en un reino de oscuridad y vacío eterno, mientras el Demonio, satisfecho, se desvanecía en el aire.
Desde esa noche, el pueblo nunca volvió a ver a Esteban. Algunos dijeron que huyó, otros que el bosque lo devoró. Pero, en las noches sin luna, aquellos que se atrevían a adentrarse en el bosque decían haber visto una figura oscura, sentada en un trono de sombras, con los ojos perdidos en el vacío, esperando.
Esteban estaba atrapado en un reino de sombras. El trono al que había sido condenado era una prisión eterna, rodeado por un vacío que parecía devorar todo lo que alguna vez tuvo significado. A su alrededor, las sombras susurraban y se retorcían, burlándose de su sufrimiento. Esteban había perdido toda esperanza. Cada día era igual al anterior, una eternidad de desolación bajo la mirada vigilante de las entidades infernales que lo rodeaban.
Pero, aunque él lo ignoraba, alguien en la Tierra no había olvidado su alma. La pequeña iglesia del pueblo aún celebraba misa en honor de los santos, y entre los aldeanos, algunos comenzaron a rezar por la salvación de Esteban, recordando su trágico destino. En el altar, una imagen humilde de San Antonio de Padua se mantenía iluminada por velas, a menudo encendidas por aquellos que rogaban su intercesión.
Una noche, mientras Esteban yacía en su trono, con el peso de su condena aplastando su espíritu, algo cambió. En medio del vacío oscuro, un suave resplandor comenzó a formarse. Al principio, era apenas un parpadeo en la distancia, como una estrella débil en un cielo sin fin, pero poco a poco la luz creció, envolviendo el entorno con una calidez que Esteban no había sentido desde antes del pacto. Las sombras retrocedieron con horror, murmurando y retorciéndose, incapaces de soportar la pureza de esa luz.
Frente a Esteban, apareció una figura. Vestido con un hábito franciscano, su rostro irradiaba serenidad y compasión. En una mano sostenía un lirio, símbolo de pureza, y en la otra, una pequeña Biblia. Era San Antonio de Padua, el santo venerado por aquellos que pedían ayuda en los momentos más desesperados.
—Esteban —dijo San Antonio con una voz que resonaba como un bálsamo para el alma—, has caído en la oscuridad, pero la misericordia de Dios es infinita. Hay quienes han orado por ti, y he sido enviado para darte una última oportunidad de redención.
Esteban, quien no había sentido más que terror y desesperación durante lo que parecían siglos, levantó la mirada con incredulidad. La luz del santo era casi cegadora en comparación con las tinieblas que lo rodeaban. Las sombras a su alrededor retrocedían, pero él aún sentía el peso de su culpa.
—¿Redención? —susurró Esteban, con la voz quebrada—. ¿Cómo puede haber esperanza para alguien como yo, que hizo un pacto con el Demonio? He entregado mi alma por codicia y poder. No merezco el perdón.
San Antonio sonrió con ternura, y su voz fue suave pero firme.
—El amor de Dios no conoce límites. Lo que importa no es la magnitud de tus errores, sino el arrepentimiento sincero en tu corazón. No es demasiado tarde, Esteban. El Demonio tiene poder sobre ti solo mientras tú creas que no puedes ser salvado. Pero si te arrepientes, si aceptas la misericordia de Dios, yo te sacaré de esta prisión y te llevaré de vuelta a la luz.
Esteban sintió cómo las lágrimas comenzaban a correr por su rostro. Durante tanto tiempo, había estado atrapado en el odio hacia sí mismo, convencido de que no había forma de redimirse. Pero ahora, ante la presencia del santo, un pequeño rayo de esperanza comenzó a abrirse paso en su corazón. Estaba cansado del dolor, de la oscuridad y de la soledad.
—Lo lamento… —murmuró, con una voz rota por el arrepentimiento—. He cometido errores terribles. Si existe una manera de redimirme, lo acepto. Lo lamento de verdad…
San Antonio extendió su mano hacia Esteban. En ese instante, las sombras a su alrededor comenzaron a agitarse con furia. Desde las profundidades del vacío, el Demonio apareció de nuevo, en su forma de cabra, con sus ojos brillando con un odio incandescente. Se acercó con pasos lentos pero implacables, furioso por la intervención.
—¡Este hombre es mío! —gruñó la bestia infernal—. Su alma me pertenece, selló el pacto con su propia voluntad. No puedes llevártelo.
San Antonio no apartó la vista de Esteban y, con un gesto firme, levantó el lirio que llevaba en la mano. La luz se intensificó hasta un punto en que el propio vacío pareció desmoronarse. El Demonio retrocedió, chillando de rabia, incapaz de acercarse más.
—Tu poder solo tiene efecto sobre aquellos que te eligen —declaró San Antonio, con una calma inquebrantable—. Pero este hombre ha elegido la luz. Vete, pues no tienes más dominio aquí.
El Demonio lanzó un último alarido antes de desvanecerse en la oscuridad, impotente ante el poder divino.
San Antonio extendió su mano hacia Esteban, y esta vez él la tomó. En cuanto sus dedos se entrelazaron, la prisión que lo rodeaba comenzó a desmoronarse. El trono se deshizo en polvo, y las sombras que lo aprisionaban se disiparon como niebla bajo el sol. Junto a San Antonio, Esteban fue envuelto en una luz cálida y reconfortante, sintiendo por primera vez en siglos la paz que había perdido.
Cuando abrió los ojos, se encontraba de nuevo en el bosque, bajo el cielo estrellado. Las hojas susurraban suavemente con la brisa, y la luna iluminaba el claro donde alguna vez selló su destino. San Antonio estaba a su lado, mirándolo con bondad.
—Ahora, vive en la gracia de Dios —le dijo el santo—, y recuerda que no importa cuán lejos te apartes, siempre hay un camino de regreso.
Con esas palabras, San Antonio desapareció suavemente, dejando a Esteban solo, pero libre. La oscuridad que una vez lo había consumido se desvaneció, y Esteban, con el corazón lleno de gratitud, se dirigió al pueblo, dispuesto a empezar una nueva vida, lejos de la oscuridad y cerca de la luz eterna.
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