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En un pequeño pueblo, olvidado entre montañas, vivía don Álvaro, un hombre severo y de carácter sombrío. Estaba casado con Clara, una mujer dulce y piadosa, cuya única falta, según Álvaro, era no haberle dado un hijo varón. Llenaban la casa solo sus hijas, cinco en total, y el resentimiento de Álvaro crecía con cada día que pasaba sin ver nacer al ansiado heredero.
—Nos maldice la desgracia —murmuraba Álvaro cada noche, mirando con desprecio a Clara, mientras ella agachaba la cabeza—. Solo hijas… ninguna vale para perpetuar mi nombre. Mi linaje está condenado al olvido.
Las noches se tornaban cada vez más oscuras en aquella casa, no por la falta de luz, sino por la densa sombra que el rencor de Álvaro proyectaba sobre todos. Las hijas sentían el frío de su desprecio, y Clara lloraba en silencio, implorando consuelo a un Dios que parecía no escucharla.
Pero lo que Álvaro no sabía, o más bien se negaba a aceptar, era que su amargura no pasaba desapercibida para las fuerzas que habitaban en los rincones más oscuros del mundo. Una noche, en medio de una tormenta feroz, apareció en su puerta una anciana, encorvada bajo su capa empapada.
—Dios castiga a los hombres que desprecian lo que tienen —le dijo la anciana, con una voz que resonaba más allá del viento—. El mal que sientes se alimenta de tu alma, y pronto tu casa será aún más fría de lo que ya es.
Álvaro, lleno de soberbia, rió con desprecio y la echó de su puerta, convencido de que las palabras de una anciana no podían afectarle. Pero aquella misma noche, Clara se sintió enferma, y las hijas empezaron a tener extrañas pesadillas. La casa, que ya era sombría, comenzó a desmoronarse, como si un mal invisible la consumiera desde sus cimientos.
Una mañana, Clara despertó pálida y débil, con un extraño presentimiento. Las hijas, antes siempre ocupadas en risas y juegos, ahora se quedaban quietas, observando las sombras en las esquinas de las habitaciones.
—Hay algo en la casa, madre —susurró la hija mayor una noche—. Lo veo en los espejos, y a veces… a veces nos habla.
Clara, aterrada, intentó rezar, pero sus palabras se ahogaban en su garganta. Mientras tanto, Álvaro, ajeno al creciente malestar de su familia, seguía quejándose.
—No es más que el peso de tantas hijas sin valor —decía—. Si hubiera tenido un hijo varón, todo esto no estaría sucediendo.
Pero las hijas sabían que aquello no era culpa suya. Lo que se escondía en las sombras había sido convocado por el desprecio y la amargura de su padre. Y una noche, mientras todos dormían, un lamento profundo recorrió la casa, como si los muros mismos lloraran de dolor. Las luces se apagaron y el aire se volvió helado.
Clara, despertando entre susurros, vio una figura al pie de su cama. Era la anciana que Álvaro había echado semanas atrás, pero su rostro ahora estaba deformado, como si el tiempo y el sufrimiento la hubieran deshecho.
—Has permitido que el odio envenene tu hogar —le dijo la anciana, con una voz grave que resonaba en los huesos de Clara—. Y ahora el mal que tu esposo ha invocado, devorará todo lo que amas.
De repente, las paredes comenzaron a agrietarse, y sombras más densas que la misma noche emergieron de las grietas. Las hijas, atrapadas en sus habitaciones, gritaban, pero nadie podía salvarlas. Álvaro, cegado por el miedo, intentó huir, pero las puertas no se abrían. Y entonces, lo vio. Aquello que su amargura había atraído: un ser sin rostro, hecho de oscuridad pura, que se arrastraba hacia él, murmurando en lenguas olvidadas.
—Tú nos llamaste —decían las voces—. Y ahora, pagas el precio.
Con un grito ahogado, Álvaro desapareció en las sombras, y la casa, que alguna vez había sido su orgullo, se derrumbó en el silencio más absoluto.
A la mañana siguiente, los aldeanos encontraron los restos de la casa de don Álvaro. No había rastro de él, ni de Clara, ni de las hijas. Solo una quietud sepulcral, y una advertencia grabada en los muros en ruinas:
"El que desprecia lo que tiene, llama a la oscuridad a su lado."
Desde entonces, se dice que en las noches más oscuras, los gritos de las hijas de don Álvaro aún pueden escucharse en el viento, pidiendo un consuelo que nunca llegará. Y aquellos que pasan por los restos de la casa, aseguran ver sombras moviéndose en las ventanas, como si algo aún habitara en ese lugar maldito.
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