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En un pequeño pueblo rodeado de densos bosques, se contaban historias de un antiguo mal que acechaba en las sombras. Los habitantes hablaban en susurros sobre un demonio que había tomado posesión de un pastor protestante, atormentándolo y causando estragos en la comunidad. Las noches eran especialmente aterradoras, ya que el pueblo sufría de visiones oscuras y gritos que resonaban en la oscuridad.
Una fría noche de invierno, un grupo de valientes se reunió en la plaza del pueblo, decididos a buscar la ayuda de San Benito. Todos sabían que él había sido un gran protector contra los demonios. Con fe en sus corazones, decidieron acudir a la iglesia donde el pastor estaba cautivo por la maldad.
Al llegar, el aire se volvió pesado, y una sensación de inquietud envolvió a los presentes. La iglesia, normalmente un lugar de paz, ahora parecía un escenario de terror. Las velas titilaban como si respondieran a una presencia ominosa. En el altar, una imagen de San Benito, iluminada por la luz de las velas, parecía mirarlos con compasión, infundiendo un rayo de esperanza en sus corazones.
El líder del grupo, un hombre llamado Juan, se acercó al altar y, con voz firme, comenzó a orar en nombre de Jesús. “San Benito, protector de los oprimidos, ven en nuestra ayuda. En el nombre de Jesús, te pedimos que liberes a nuestro hermano del mal que lo atormenta.”
De repente, un grito desgarrador resonó en la iglesia. Era el pastor, cuyo cuerpo estaba poseído por el demonio. Su rostro, antes sereno, ahora mostraba una grotesca transformación, con ojos inyectados de rabia y una sonrisa desquiciada. “¿Creen que pueden salvarlo? ¡Soy más fuerte que ustedes!”, rugió el demonio con una voz cavernosa.
Pero Juan, sin amedrentarse, levantó el crucifijo y exclamó: “¡En el nombre de Jesús, te ordeno que salgas de este cuerpo!” Mientras pronunciaba las palabras, la imagen de San Benito pareció brillar intensamente. La atmósfera cambió, y un viento helado recorrió la iglesia, como si la misma fe de los presentes estuviera tomando forma.
El demonio, atrapado entre la luz y la oscuridad, comenzó a retorcerse en el cuerpo del pastor. “¡No, no! ¡No me echen!”, gritaba, mientras su forma se desdibujaba. Juan continuó orando, y los demás lo acompañaron, creando una sinfonía de fe que resonaba en las paredes de la iglesia.
“¡San Benito, ven en nuestro auxilio! ¡Defiéndenos del maligno! ¡Libera a nuestro hermano en el nombre de Jesús!” La luz se intensificó, y la figura del demonio se desvanecía poco a poco, siendo arrastrada hacia las sombras.
Finalmente, con un grito desgarrador que resonó por toda la iglesia, el demonio fue expulsado. El pastor cayó al suelo, respirando con dificultad, mientras la luz se disipaba lentamente. Los miembros del grupo se acercaron con temor, pero vieron que el rostro del pastor comenzaba a recuperar su calma.
“¿Qué… qué ha pasado?” preguntó el pastor, temblando, mientras sus ojos volvían a ser los de un hombre libre. “Me siento… libre”.
Los presentes, con lágrimas de alegría, rodearon al pastor y lo abrazaron. Sabían que había sido una noche de lucha, pero su fe en San Benito y en Jesús les había dado la victoria.
Desde esa noche, el pueblo nunca volvió a sufrir el mismo terror. La iglesia, donde se libró aquella batalla, se convirtió en un lugar de esperanza y fe. Los lugareños aprendieron a invocar el nombre de Jesús y la intercesión de San Benito para protegerse del mal, asegurando que la luz siempre prevalecería sobre la oscuridad.
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