"El Gigante del Juicio y las Tinieblas del Norte"

La Risa del Infierno



En las profundidades del abismo, donde el fuego jamás cesa y las sombras son tan densas que parecen tener vida propia, Lucifer se encontraba en su trono de tormento. A su alrededor, los lamentos de los condenados se elevaban como un coro macabro. De entre las sombras, un condenado empezó a hablar con una voz temblorosa, pero llena de un extraño atrevimiento.

—Tente —dijo Lucifer, su mirada centelleando de ira—. ¿Quién osa hablar en tu lengua? ¿Quién la mueve, y quién te enseña a quejarte así?

El condenado, consumido por el dolor, no pudo evitar seguir hablando.

—¡Ay de mí, desdichado! Aunque fui príncipe en la Tierra, lo que a ti te acaba, a mí ya me mató hace siglos. Me fié de los amigos, de mis queridos en el Cielo, y ellos me traicionaron, me vendieron, y me arrojaron al abismo. Me fié de mi arrogancia y soberbia, y fue mi perdición.

Lucifer lo miró con una mezcla de desdén y algo que podría haber sido compasión, si no fuera el rey de las tinieblas. Antes de que pudiera responder, otro condenado, envuelto en llamas, interrumpió.

—Bien hecho. ¿Quién se fía de un hombre sin haber comido con él cien fanegas de sal? Y aún así, sería una locura. Solo en el Infierno encuentro diversión, pero es una risa amarga, como quien se ríe con rabia. Aquí hay príncipes que de la noche a la mañana se convierten en diablos de poca monta. No valen ni para cerrar una puerta de una venta, y aún así, piensan que amanecen como soles cuando no valen ni como estrellas.

El condenado se acercó un poco más a Lucifer, su cuerpo retorcido por el fuego eterno.

—¿Qué te llevó a fiarte de la presunción y la soberbia? —continuó el condenado—. Mira en lo que has quedado. Esas dos muletas de orgullo y codicia te llevaron a tu propia ruina. Mírate ahora, rey caído. Te enfrentaste a la luz, como un Ícaro de pluma, y caíste para siempre.

La atmósfera se volvió aún más pesada. Lucifer se levantó bruscamente, sus ojos ardiendo con furia.

—¡Calla! —rugió—. ¡Cierra esa maldita boca! Destruido te veas, heraldo de desdichas, mensajero de presagios. Serás atormentado aún más por tu insolencia. ¿Cómo te atreves a hablar la verdad aquí? ¿No te das cuenta de que en este reino no vale la verdad? ¡No es moneda corriente!

El condenado, aunque temblaba, esbozó una sonrisa amarga.

—Tienes razón, príncipe de las tinieblas. Perdona, creí que no estaba en el mundo, y de haberlo sabido, me habría callado como un muerto. Sé bien que aquí la verdad no tiene valor, que viste un hábito profano, y que su mayor gala es el silencio. Pero ya ves, soy condenado, y aunque no pueda cambiar mi destino, ni puedas tú agregar más penas a las que ya sufro, la verdad aún quema en mi pecho como una llama que no se apaga.

Lucifer lo miró con un odio creciente, pero también con la resignación de quien sabe que su poder tiene límites en ese reino de eterna mentira.

—Calla, calla, espíritu condenado —le advirtió Lucifer, susurrando con una voz gélida—. No por decir verdades te vas a salvar. Aquí no se premian, ni siquiera se escuchan. Ya sé que erré, pero nada puede cambiar eso.

El condenado, aún consumido por las llamas, se acercó un paso más.

—Si tú, siendo el príncipe de los cielos, erraste, ¿quién podría acertar? —replicó con una sonrisa triste—. Aquí no hay esperanza, ni verdad, ni redención, solo el eco de los errores de aquellos que cayeron, como tú, desde lo más alto.

El eco de la última risa del condenado resonó por las eternas cavernas del Infierno, un sonido que, por un breve instante, hizo temb

lar incluso al mismísimo Lucifer.


Comentarios