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Una vez, en un pequeño pueblo olvidado por el tiempo, vivían en una modesta casa una pareja que se amaba profundamente.
La gente del lugar los admiraba por la paz y armonía en la que vivían, como buenos hermanos. El hombre, conocido por su sabiduría y virtud, inspiraba a su esposa a ser cada día mejor. Aunque su relación parecía inquebrantable, una sombra oscura empezó a acecharlos.
Una noche, cuando el frío penetraba por las rendijas de las ventanas y el silencio se volvía insoportable, la mujer escuchó un susurro en su oído. Al principio pensó que era su mente jugando malas pasadas, pero la voz era clara, fría y siniestra. "Tu marido te oculta algo… te está traicionando."
Los días siguientes, la voz se hizo más insistente. Mientras el hombre trabajaba en el campo, la mujer, antes confiada, comenzó a dudar. Su corazón, que siempre había sido puro, empezó a llenarse de pensamientos oscuros, fabricando imaginaciones terribles sobre su esposo.
Las palabras de la voz la atormentaban, repitiendo las seis abominaciones que Dios detestaba, como si quisiera recordarle el peligro que corría. Una y otra vez, le susurraba sobre los ojos altaneros, la lengua mentirosa y las manos vengativas. “¿Y si tu marido esconde uno de estos pecados? ¿Y si siembra discordia entre ustedes?”
Las noches se volvieron insoportables. La mujer veía sombras en cada rincón de la casa, y juraba que el rostro de su esposo, antes dulce y comprensivo, se había tornado severo y distante. La maldita lengua de la discordia se había infiltrado entre ellos, dividiendo lo que antes era indestructible.
Un día, la mujer no pudo soportarlo más. Impulsada por el odio que le había sido sembrado, enfrentó a su marido en la oscuridad de la noche. Entre gritos y lágrimas, lo acusó de traición, de tener ojos altaneros y un corazón lleno de maldad. Pero el hombre, desconcertado, juraba que no entendía de dónde venía tal acusación. Intentó calmarla, pero algo maligno ya se había apoderado de su mente.
Esa misma noche, una terrible desgracia sucedió. En medio de la discusión, la mujer, poseída por la ira que la voz había fomentado, tomó un cuchillo y, con manos temblorosas, lo clavó en el pecho de su esposo. Al ver la sangre correr, comprendió lo que había hecho.
En ese instante, la voz dejó de susurrar y se convirtió en carcajadas estruendosas que resonaban en cada rincón de la casa.
La mujer, horrorizada, cayó de rodillas junto al cuerpo de su marido. "Las manos vengativas y sangrientas", recordó en su mente. Ella misma había cometido uno de los pecados que tanto temía. La discordia había sido sembrada, y ahora estaba atrapada en una maldición eterna.
Desde entonces, se dice que cada noche, el espíritu de la mujer vaga por la casa, su corazón lleno de arrepentimiento, pero su alma perdida para siempre. En los rincones oscuros, todavía se pueden escuchar susurros, como si una antigua y maldita lengua siguiera buscando nuevas víctimas para sembrar discordia entre aquellos que se aman.
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