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En un pequeño y oscuro pueblo, donde las noches parecían nunca terminar, se rumoraba sobre una extraña maldición. Nadie estaba a salvo de lo que se conocía como "la punzada". Decían que era una manifestación del mal, un aguijón invisible que se clavaba en el alma de aquellos desprevenidos. Se decía que aquellos que no buscaban protección en lo divino, dejaban la puerta abierta para que el demonio los acechara.
Una fría noche de otoño, la joven Elisa, distraída y ajena a los peligros que acechaban, caminaba por un sendero apartado. Mientras avanzaba, sintió una punzada aguda en su pecho, como si algo invisible la hubiera picado.
Al principio pensó que era una molestia pasajera, pero el dolor se intensificó rápidamente. Un ardor recorrió su cuerpo, y el miedo se apoderó de su alma. "¿Qué es esto?", murmuró, alzando la vista hacia el cielo nublado. Pero no encontró consuelo en las estrellas, que brillaban de manera extraña, como si ocultaran algo.
El demonio, como un insecto astuto, la había marcado. Rodeó su alma, se infiltró en sus pensamientos, y Elisa sintió cómo la inquietud comenzó a crecer en su interior. Sin saber cómo, sus pasos la llevaron a la iglesia del pueblo, donde se encontraba el anciano sacerdote. "¡Padre!", exclamó desesperada, "¡algo me está picando, siento un ardor en mi cuerpo que no puedo soportar!". El sacerdote, con una mirada grave, la miró en silencio. Sabía que no era una simple dolencia, sino una posesión oscura.
—Debes pedir ayuda a Dios, hija mía —dijo con voz temblorosa, mientras tomaba un crucifijo entre sus manos.
Pero Elisa no comprendía. Al principio creyó que solo era un malestar físico, algo que pasaría con el tiempo. Sin embargo, la punzada se intensificó. Algo más profundo se movía dentro de ella, algo que la llenaba de miedo y ansiedad. El dolor en su pecho se volvía insoportable, y sus manos temblaban al intentar tocar su piel, como si el aguijón estuviera justo debajo, siempre presente.
El sacerdote, al ver su sufrimiento, recordó las antiguas enseñanzas. Decía la tradición que si uno no acudía pronto a Dios, la picazón del demonio se convertiría en una tormenta de angustia. La carne se llenaba de ardores, la mente se turbaba y, en muchos casos, las víctimas caían en un estado tan desesperado que comenzaban a realizar sacrificios para alejar lo que les atormentaba. A menudo, estas almas caían en operaciones oscuras, intentando erradicar el mal sin saber que solo lo alimentaban.
Pero algo peor estaba por suceder. Elisa no quería escuchar. En su mente, los susurros del demonio la arrastraban, la tentaban con promesas de alivio si tan solo cediera. "¡Hazlo! ¡No hay otro camino!", le susurraba una voz distorsionada. Se encontraba atrapada entre la realidad y la pesadilla, sin saber si era víctima de su propia mente o de una fuerza maligna mucho más poderosa.
Esa noche, mientras la luna llena iluminaba la iglesia con una luz enfermiza, Elisa, consumida por la desesperación, cedió. Se entregó a la tentación, permitiendo que la punzada la consumiera completamente. El demonio, satisfecho por su victoria, la marcó para siempre. En el pueblo, muchos decían que esa misma noche, una sombra extraña pasó por las calles, una figura sombría que se desvanecía al ser vista por los pocos valientes que aún se atrevían a caminar de noche.
Desde entonces, Elisa nunca fue la misma. Sus ojos reflejaban un vacío profundo, y las personas evitaban acercarse a ella. Nadie osaba hablar de lo sucedido, pues el temor de que el aguijón invisible del demonio pudiera alcanzarlos era más grande que cualquier otra cosa. Algunos decían que, al caer la noche, se oían susurros en el aire, como si la joven aún estuviera buscando el alivio que nunca llegó.
Y así, el mal seguía acechando, esperando que alguien más se olvidara de acudir a Dios, dando lugar a que el aguijón se clavara nuevamente, llenando de oscuridad a aquellos que, como Elisa, creían que las punzadas solo eran una molestia pasajera.
En su desesperación, Elisa sintió que ya no podía soportarlo más. Cada paso que daba la llevaba más profundo en el dolor y la ansiedad, como si una fuerza invisible la arrastrara hacia un abismo sin fin. Aquel ardor, que al principio había parecido un simple malestar, se transformaba en una tortura, y los susurros en su mente se intensificaban, como si miles de voces demoníacas la llamaran a rendirse.
De pronto, recordó las palabras del viejo sacerdote, quien en un par de ocasiones le había hablado sobre el poder del Rosario. En sus momentos de angustia, el sacerdote le había explicado que la oración, sobre todo el rezo del Rosario, era una defensa contra las fuerzas oscuras. Aquel día, Elisa comprendió que no tenía más opción que enfrentarse al mal con la única arma que poseía: la fe.
Con manos temblorosas, sacó de su bolso el Rosario que su madre le había dado cuando era niña. Era un objeto sencillo, pero para ella representaba una conexión con lo divino, un escudo contra la oscuridad. Cerró los ojos, tratando de concentrarse, y comenzó a rezar.
"¡Ave María, llena eres de gracia...!"
Sus palabras eran lentas, al principio, como si la propia fuerza del demonio intentara silenciarlas. El ardor en su pecho no cesaba, y las voces en su cabeza seguían riendo, burlándose de su debilidad. Pero Elisa no se detuvo. Repitió la oración una y otra vez, pidiendo a la Virgen María que la protegiera, que la librara de ese sufrimiento indescriptible.
"Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores..."
A medida que avanzaba en el Rosario, algo comenzó a cambiar. El dolor físico disminuía, como si una mano invisible estuviera aliviando sus heridas internas. Las voces en su mente se volvían más débiles, más distantes, como si se estuvieran desvaneciendo en la lejanía. Elisa siguió rezando con más fervor, sus palabras llenas de una fuerza renovada. Cada Ave María que pronunciaba la hacía sentir más ligera, más libre
Para cuando llegó al final del Rosario, el ardor que la consumía había desaparecido por completo. El aire ya no estaba denso ni pesado, y las voces, esas horribles voces demoníacas que la habían atormentado, ya no se oían. Elisa, exhausta pero aliviada, abrió los ojos y miró a su alrededor. La oscuridad que la rodeaba no parecía tan amenazante ahora. Algo había cambiado en ella. El mal ya no la perseguía.
Con una paz profunda en el corazón, Elisa se arrodilló allí mismo, en medio del camino, y agradeció a Dios por la liberación que había experimentado. Sabía que no había sido por su fuerza, sino por la gracia divina, que había escuchado su súplica y la había librado del mal.
Desde ese día, Elisa nunca volvió a ser la misma. La punzada, que antes había sido su tormento, ya no la afectaba. Su fe se fortaleció, y, aunque la sombra del mal siempre acechaba en las tinieblas, ella sabía que siempre podría hallar refugio en la oración. Cada vez que sentía el peso del miedo o la ansiedad, tomaba su Rosario y rezaba con devoción. La fuerza del mal no podía resistir la pureza de su fe.
Y así, Elisa fue libre de la obsesión que el demonio había sembrado en su alma. Ya no temía a las punzadas invisibles, pues sabía que con la protección de la Virgen María y su oración, nada podría arrebatarle la paz. En su corazón, un nuevo resplandor brillaba, y la oscuridad nunca más la alcanzaría.
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