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Era una noche de luna nueva, la oscuridad se cernía sobre el bosque de Coroni como una pesada manta. Fray Bernardino, capuchino de alma bondadosa, caminaba por los senderos solitarios, rezando un rosario que apenas lograba iluminar la penumbra. De pronto, un sonido desgarrador rasgó el silencio: lamentos agudos, gemidos de dolor y súplicas desesperadas.
Intrigado y con el corazón palpitando, el fraile se adentró en la espesura. Los árboles, retorcidos y siniestros, parecían extender sus ramas como garras, creando una atmósfera opresiva. A medida que avanzaba, los lamentos se intensificaban, hasta que pudo distinguir una figura encadenada a un tronco, sumida en un tormento indescriptible.
A la pálida luz de la luna, fray Bernardino pudo ver a una mujer hermosa, pero con el rostro desfigurado por el horror.
Dos criaturas demoníacas, con ojos de brasa y colmillos afilados como cuchillos, devoraban su carne con una voracidad enfermiza. Los gritos de la mujer eran tan desgarradores que el fraile sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal.
¿Qué has hecho para merecer tal castigo?", exclamó el fraile, horrorizado por la escena.
La mujer, con voz débil y entrecortada, respondió;
"Pecadora soy, padre. Mis deseos carnales me condujeron por el camino de la perdición. Ahora, sufro las consecuencias eternas de mis pecados".
Fray Bernardino, conmovido por el arrepentimiento de la mujer, intentó acercarse para ofrecerle consuelo, pero las criaturas demoníacas lo atacaron con ferocidad. El fraile, desarmado y solo, no pudo hacer nada para salvarla. Las sombras de la noche se tragaron la escena, dejando solo el eco de los lamentos y los rugidos demoníacos.
A partir de ese día, fray Bernardino nunca volvió a ser el mismo. Las visiones de la mujer torturada y los gritos de los condenados lo perseguían en sus sueños. El bosque de Coroni, otrora lugar de paz y tranquilidad, se convirtió en un lugar maldito, donde las almas perdidas vagaban eternamente, condenadas a sufrir los tormentos del infierno.
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