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En la sombría ciudad de Ratisbona, un invierno helado envolvía las calles. Aquella noche, San Juan Capistrano, conocido tanto por su fervor religioso como por sus severas admoniciones, se encontraba en el púlpito, predicando con voz grave. Frente a él, un grupo de nobles y ciudadanos adinerados lo escuchaba, aunque muchos no con devoción, sino con burla disimulada.
“Arrepentíos,” proclamaba el predicador, “porque quien no atienda las advertencias será visitado por la Eternidad esta misma noche.”
Un murmullo de incredulidad recorrió la sala. Los caballeros intercambiaban miradas de escepticismo; las damas reprimían risas nerviosas tras sus abanicos. “Más delirios,” murmuró uno, mientras otro alzaba la copa en un brindis irónico.
Esa misma noche, los nobles se reunieron en un banquete. Las copas tintineaban y las risas llenaban el aire, burlándose de las palabras del predicador. “¿Quién es él para hablarnos del infierno?”, decían entre carcajadas. Sin embargo, a medida que avanzaba la velada, una sensación inquietante se extendía entre los presentes. La temperatura descendía de forma antinatural, y una oscuridad densa, casi tangible, parecía infiltrarse en el salón.
De pronto, una voz resonó, no desde la sala, sino desde dentro de sus cabezas: “Os aguardo a las puertas de la Eternidad.” Era la misma voz de Capistrano. Antes de que pudieran reaccionar, una explosión de llamas se alzó del suelo, envolviendo a los comensales. No era fuego común; el aire se llenó de un hedor sulfúrico que quemaba los pulmones. Gritaban, pero sus voces se perdían en el eco de una risa macabra.
Al amanecer, los sirvientes encontraron el salón vacío. Las sillas volcadas, los restos de la cena intactos. Ningún rastro de los nobles, salvo marcas ennegrecidas en el suelo, como si algo los hubiera arrastrado al infierno.
Desde entonces, cada noche, los habitantes de Ratisbona juran escuchar susurros en el aire frío: “Allá os aguardo, a la puerta de la Eternidad.”
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