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En un oscuro y sombrío pueblo, en una vieja mansión desmoronada, vivía un joven llamado Lucio. Desde su niñez, había sido un alma errante, buscando el placer en cada rincón, ignorando las advertencias de aquellos que le rodeaban. La lujuria, la avaricia y la soberbia eran su única compañía. Su corazón estaba perdido en las sombras, donde no encontraba paz, sino solo deseos carnales que lo consumían lentamente.
Una noche, mientras vagaba por los bosques cercanos al pueblo, Lucio tropezó con una figura extraña. Un hombre de aspecto desaliñado y rostro oscuro, cuyo cuerpo parecía rodeado de una niebla espesa. El joven se detuvo en seco, sintiendo una presencia escalofriante que recorría su espalda.
"¿Quién eres?", preguntó, tratando de mantener la calma.
La figura sonrió, y con voz profunda y gutural, respondió: "Hermano, bien merecido."
Lucio frunció el ceño, confundido. "¿Hermano? ¿Qué quieres decir con eso?", replicó.
El demonio, alzó una mano hacia él, señalando su rostro y luego el suyo propio. "Porque eres exactamente igual a mí", dijo, su sonrisa ampliándose como si disfrutara de la tormenta interna que comenzaba a formarse en el pecho de Lucio.
El joven dio un paso atrás, pero el demonio lo detuvo con un gesto de su mano. La atmósfera se tornó más densa, el aire pesado como si la misma oscuridad lo aplastara. "Soy como un cerdo", continuó el ser infernal, "que descansa en el lodo del pecado. Mi ser está sumido en la corrupción, mis orejas siempre abiertas para que las moscas—símbolos de los vicios—puedan entrar en mi mente y consumirlo todo. De la misma manera, tú, joven imprudente, con tu corazón distraído, permites que las moscas de los vicios entren en tu alma. Tus pensamientos, tus deseos, están infestados de ellos. De ahí, te llamo hermano, porque compartimos la misma naturaleza."
Lucio, aterrorizado, intentó alejarse, pero el suelo bajo sus pies comenzó a hundirse, como si la tierra misma lo estuviera engullendo. El demonio, riendo, se acercó más. "No hay escape. Tus vicios te han marcado para siempre. Este bosque es mi reino, y tú, ahora, eres parte de él. Cada uno de tus deseos pecaminosos te acerca más a mi mundo."
La figura se desvaneció en la niebla, dejando a Lucio rodeado de un caos de sombras que se retorcían a su alrededor. Los ecos de su risa resonaron en sus oídos, como un eco lejano que nunca lo dejaría. El joven, atrapado en la oscuridad de sus propios deseos, comprendió demasiado tarde que había caído en la trampa del demonio, y que su alma ahora estaba condenada a vagar en la misma eternidad que él.
Desde aquella noche, nadie en el pueblo volvió a ver a Lucio. Algunos decían que su alma aún vagaba en los bosques, buscando redención, pero otros sabían la terrible verdad: se había convertido en una de las moscas en el lodo del pecado, y como el demonio, ahora compartía la misma oscuridad.
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