En un convento entre las colinas de Polonia, donde los muros de piedra goteaban humedad y las noches eran ahogadas por un silencio sepulcral, vivía el venerable Estanislao Cholcoca, un fraile dominico conocido por su piedad y sus horas interminables de oración. Una madrugada, mientras todos dormían y sólo el crepitar de una vela rompía la oscuridad, se le apareció una figura espectral, envuelta en un fuego tan vivo que parecía devorar el aire mismo.
El rostro de aquel espíritu estaba desfigurado por el dolor, y sus gemidos resonaban como ecos de almas torturadas. Estanislao, temblando pero firme en su fe, preguntó con voz entrecortada:
—¿Quién eres y qué buscas en esta celda?
El alma, con voz ronca y retumbante, respondió:
—Soy un alma del Purgatorio, condenado a sufrir en estas llamas hasta que mi deuda quede saldada. Vengo a advertirte de los tormentos que esperan a aquellos que no purifican sus pecados en vida.
—No puedes imaginar la intensidad de este fuego. Las llamas de la tierra son brisas suaves comparadas con este tormento eterno. Si necesitas comprender, extiende tu mano. El fraile vaciló, pero su curiosidad lo venció. Lentamente, extendió la palma hacia el espíritu. En ese instante, una gota de sudor —ardiente y luminosa como metal fundido— cayó de la frente del espectro sobre su piel. El grito que lanzó rompió la quietud del convento, un alarido tan desgarrador que los hermanos despertaron de inmediato. La gota perforó su carne, dejando una herida que parecía arder con el calor de mil soles. El dolor era insoportable, un tormento que lo derrumbó al suelo, su cuerpo temblando en convulsiones. Cuando los demás frailes llegaron corriendo, encontraron a Estanislao desmayado, su mano ennegrecida como si hubiera sido carbonizada. Lo rodearon con rezos y remedios, pero cuando al fin recuperó la conciencia, sus ojos estaban llenos de un horror que ninguno había visto antes. Con voz débil, explicó lo sucedido, mostrando la llaga que aún emanaba un calor inexplicable. Nunca volvió a sanar del todo. Cada vez que predicaba, levantaba la mano lacerada como advertencia, sus palabras cargadas de una gravedad escalofriante: —Si una sola gota puede causar tal agonía, imaginen el océano de fuego que devora las almas en el Purgatorio. Los años pasaron, pero los muros del convento parecían conservar aquel grito de dolor, resonando en las noches más oscuras. Los hermanos decían que el alma que visitó a Estanislao aún rondaba los pasillos, arrastrando el sonido de sus lamentos y el olor a carne quemada, como recordatorio de que incluso la muerte tiene sus horrores más allá de lo imaginable.
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