"El Gigante del Juicio y las Tinieblas del Norte"

La Maldición de la Madre Santificada: Una Visita desde el Infierno

 


En una pequeña ciudad italiana vivía una mujer noble, conocida por todos como una santa. Ayudaba a los pobres, acudía a la iglesia y, en apariencia, era la imagen misma de la virtud y el recato. Su familia la veneraba, especialmente su hija más devota, una joven piadosa que no dudaba en seguir el ejemplo de su madre.

Cuando la mujer enfermó gravemente, se confesó y recibió los santos sacramentos. En su lecho de muerte, sus hijos la lloraron mientras la ciudad lamentaba la pérdida de una alma tan ejemplar. Tras su muerte, la noble dama fue recordada como una santa. Pero, como descubriría pronto su hija, no todo era lo que parecía.

La hija, inmersa en oraciones y súplicas, pedía a Dios cada día por el descanso eterno de su madre. Un anochecer, mientras rezaba en su pequeño retrete, un sonido espeluznante rasgó el silencio, un rasguño lento y profundo en la puerta de su habitación. El ruido, como de uñas desgarrando la madera, la hizo estremecerse. Volvió sus ojos y lo que vio la llenó de un horror indescriptible.

Allí, en la penumbra de la puerta, se hallaba una figura grotesca, una sombra retorcida rodeada de llamas, que despedía un hedor a carne podrida. La joven intentó huir, corrió hacia la ventana con la intención de lanzarse para escapar de aquella visión infernal. Pero se detuvo al oír una voz rota y susurrante, como salida de las profundidades del abismo.


"Detente, hija... por favor, detente".


La joven se quedó helada. Aunque el miedo se apoderaba de ella, algo dentro la obligó a escuchar. Aquella criatura, envuelta en fuego, habló con una voz que reconoció al instante, aunque distorsionada y ahogada en lamentos.


"Soy yo, tu madre desdichada. En vida engañé a todos con una fachada de virtud y honor. Oculté terribles pecados, vergonzosos, que jamás me atreví a confesar. Ahora estoy condenada al infierno para sufrir eternamente. Deja de rogar por mí... es en vano".


La hija, temblando, preguntó cuál era el peor de los tormentos que sufría en el infierno. La figura, sin levantar la mirada, respondió con un tono de desolación infinita: "El mayor tormento es la oscuridad eterna... la privación de la luz de Dios. Saber que estoy condenada a sufrir para siempre, sin escape... Y allí, en las profundidades, los condenados solo maldecimos y blasfemamos, consumidos por el odio y la desesperación".

La joven, horrorizada, escuchó cómo su madre narraba lo sucedido después de su muerte: demonios la arrastraron ante el tribunal de Dios, y allí fue juzgada sin compasión. El juez, con mirada severa, la condenó a las llamas eternas, y los demonios la arrojaron sin piedad a los abismos.

Después de contar su historia, la figura comenzó a moverse frenéticamente por la habitación, dejando huellas ardientes en el suelo y en las paredes, mientras el olor a azufre llenaba cada rincón. Finalmente, con un último grito desgarrador, la sombra se desvaneció, y el silencio volvió a apoderarse del lugar.

La hija, llena de terror y tristeza, limpió las marcas quemadas y salió corriendo hacia la iglesia en busca del predicador. Le relató todo lo ocurrido, susurrando entre sollozos, y lo llevó hasta su habitación. Allí, el predicador percibió el hedor insoportable y vio las marcas ardientes en el suelo, prueba de la visita de un alma condenada. Tras bendecir el lugar y rociarlo con agua bendita, el hombre intentó consolar a la joven y la exhortó a llevar una vida de virtud.

Esa noche, el retrete quedó sellado, y en la ciudad, comenzó a susurrarse la oscura historia de la noble mujer cuyo pecado se había convertido en su castigo eterno. Y desde entonces, cada quien cerraba las puertas de sus secretos, temiendo que una noche, cuando menos lo esperaran, esos secretos volvieran a llamarlos desde las sombras.