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El viejo caserón permanecía en silencio, devorado por las sombras de la noche. Alrededor, el viento susurraba, arrastrando hojas secas por los pasillos abandonados y llenando el aire de un lamento que parecía brotar de las mismas paredes. Nadie en el pueblo se atrevía a acercarse al lugar, conocido como la Mansión de las Pasiones Perdidas. Había rumores de que los que entraban jamás regresaban.
Pero aquella noche, un grupo de jóvenes valientes, o quizás insensatos, decidió desentrañar los secretos de la casa. Armados con linternas y talismanes que habían comprado en una vieja tienda esotérica, cruzaron la verja oxidada y se adentraron en el jardín muerto. Las plantas allí, como guardianes marchitos, se mecían de forma extraña bajo la tenue luz de la luna.
Dentro, el aire se sentía denso, pesado, como si una presencia invisible oprimiera sus pechos. Al primer paso, uno de los chicos, Javier, notó cómo el calor se escapaba de su cuerpo y su linterna titiló, casi apagándose. El pasillo, largo y decrépito, estaba decorado con cuadros torcidos. Las pinturas mostraban escenas de príncipes antiguos y modernos con expresiones atormentadas, como si el placer y la grandeza que alguna vez buscaron se hubieran vuelto una maldición.
—Aquí es donde el mundo muestra sus verdaderas medidas —murmuró una voz que no provenía de ninguno de ellos. Era un eco, un susurro envenenado que parecía colarse por las grietas de las paredes. En el suelo, se distinguían manchas oscuras, marcas que ningún tiempo había logrado borrar. No
—No es más que una casa vieja —intentó decir Martín, con la garganta apretada. Pero cuando avanzó, una visión lo paralizó: una puerta entreabierta reveló una sala llena de copas de plata, algunas aún con restos de un líquido negro y viscoso que olía a hiel. Alrededor de la mesa se alzaban figuras espectrales, nobles antiguos que reían en una mezcla de éxtasis y agonía. Cada vez que bebían, sus cuerpos se retorcían, como si tragaran veneno.
—¡Salid de aquí antes de que os atrape el ! —gritó una sombra que, con un gesto, hizo temblar las paredes. La sombra tenía un rostro impreciso, pero sus ojos ardían con fuego eterno. Era la personificación de una advertencia olvidada, de las pasiones que, si se saborean demasiado, pueden destruir hasta el alma más fuerte.
Ninguno de los chicos podía moverse. Las manos espectrales se extendieron hacia ellos, intentando atraerlos al banquete eterno. El terror era palpable; sentían que morirían mil veces cada segundo entre aquellas garras, víctimas para siempre de una venganza de pesadilla.
—¡No! —gritó Lucía, tratando de retroceder, pero fue detenida por una presencia invisible que se clavó en su piel como un veneno helado. Una voz habló, burlona: —¿Quieres escapar? El deleite es poderoso, las ocasiones muchas, y los enemigos de esta casa... invencibles.
El último destello de sus linternas se apagó, dejando sólo gritos y el sonido de almas condenadas. En la oscuridad, la mansión suspiró, satisfecha, mientras nuevas víctimas llenaban su interminable festín.
Y al amanecer, solo el viento cantaba en el jardín muerto, llevando consigo las historias de aquellos que nunca volvi
eron a ver la luz.
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