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En la penumbra de un antiguo monasterio cisterciense, se encontraba una pintura que pocos osaban mirar. Colgada en un rincón oscuro de la capilla abandonada, representaba a la Muerte en todo su horror: una figura esquelética que sostenía un espejo ennegrecido. En su superficie no había reflejo alguno, sino un abismo insondable que parecía devorar la luz.
Los monjes decían que aquel que contemplara el cuadro no volvería a ser el mismo. “Mira, hermano mío,” rezaban, “y en esta pintura de la muerte, reconócete a ti mismo. Piensa que eres polvo, y al polvo volverás”.
Una noche, Martín, un joven escéptico de la aldea cercana, decidió desafiar la superstición. Guiado por la curiosidad y un desafío de sus amigos, entró al monasterio con una lámpara en mano. Las puertas de madera crujieron como susurros de advertencia cuando las abrió.
El aire era denso, cargado con el olor rancio del tiempo. Cada paso resonaba como un latido en el pecho de la oscuridad. Al llegar al cuadro, Martín levantó la lámpara. Los ojos vacíos de la Muerte lo miraron fijamente, y la superficie del espejo comenzó a brillar tenuemente.
—¿Qué soy yo para temer a un retrato? —murmuró, intentando convencerse.
Al acercarse más, algo extraño ocurrió. El reflejo de Martín apareció en el espejo, pero su rostro no era el mismo: la piel estaba pálida, los ojos hundidos, y gusanos emergían de sus labios. Retrocedió horrorizado, pero no pudo apartar la vista.
Una voz rasposa resonó en su mente, susurrándole palabras familiares:
—“Piensa que dentro de pocos años, quizá dentro de pocos meses o días, no serás más que gusanos y podredumbre”.
Martín sintió que su cuerpo se enfriaba, como si la vida comenzara a abandonarlo. Las imágenes en el espejo cambiaban rápidamente: momentos de su vida que había olvidado o preferido ignorar. Sus errores, sus mentiras, sus pecados. Todo estaba ahí, desnudando su alma.
Intentó apartarse, pero sus pies parecían clavados al suelo.
—Si ya estuvieses muerto —continuó la voz—, ¿qué no desearías haber hecho? Ahora que vives, mira, corrige… si aún puedes.
Martín gritó, pero el sonido se ahogó en el vacío. De pronto, todo se oscureció.
Cuando los aldeanos encontraron el cuerpo al amanecer, yacía frente al cuadro con los ojos abiertos de par en par, congelados en una expresión de terror indescriptible. Nadie se atrevió a mirar el espejo, pero algunos juraron que en la pintura la Muerte sonreía más ampliamente que antes.
Consciente del horror que albergaba aquel cuadro, el abad del monasterio convocó a los monjes para una oración de reparación. Se reunieron en la capilla, con las velas temblando en la penumbra, y comenzaron a rezar salmos y letanías con fervor.
—“Señor, perdónanos por los pecados de este hombre y los nuestros propios. Que la luz eterna brille sobre las almas atrapadas en el abismo.”
Las voces resonaron como un canto doliente, mientras el cuadro parecía observarlos en silencio. Algunos monjes creyeron ver el espejo apagarse ligeramente, como si las oraciones hubieran calmado su ira, pero nadie podía estar seguro.
Desde entonces, cada noche, las oraciones continuaron. Los monjes rogaban por el descanso de Martín y de cualquiera que osara desafiar al cuadro de la muerte. Aunque las plegarias traían algo de paz, una cosa era clara: el abismo en el espejo seguía ahí, a
guardando al siguiente incauto.
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