"La Maldición del Aquelarre y el Cabrío de las Sombras Eternas"

 


En un pequeño pueblo envuelto en el susurro de bosques oscuros, corría un rumor aterrador: cada noche sin luna, un demonio en forma de macho cabrío descendía del monte para esperar a los condenados. Nadie sabía quiénes eran esas almas perdidas, pero los ancianos murmuraban que eran brujos y brujas que habían vendido su alma a cambio de oscuros poderes.

A la medianoche, los elegidos escuchaban un llamado imposible de resistir. Dejaban sus hogares en silencio, caminando como sonámbulos hasta un claro en el bosque donde el demonio les aguardaba, con ojos como brasas y un pelaje tan negro como la noche misma. Una vez allí, el cabrío inclinaba su lomo para que los condenados montaran. Por extrañas crines que brotaban de su espalda, ellos se sujetaban con fuerza mientras el demonio alzaba vuelo, atravesando los cielos.

Los llevaban a un lugar que nadie osaba nombrar, un rincón apartado del mundo donde el aire era espeso y los árboles retorcidos susurraban palabras ininteligibles. Allí, bajo un cielo cubierto de estrellas que parecían llorar sangre, se reunía una multitud de brujos y brujas. No eran humanos comunes. Sus ojos reflejaban locura y su piel estaba marcada por cicatrices que parecían moverse como si cobraran vida.

En aquel aquelarre, realizaban rituales inimaginables. Se escuchaban cánticos en lenguas olvidadas, risas demenciales y gritos que helaban la sangre. Pero cuando menciónaban el nombre de jesús todo los brujos.

Los relatos decían que ofrecían sacrificios impíos al cabrío, que reía con un sonido que no era de este mundo. Algunos hablaban de sombras que salían del suelo para unirse al festín, de criaturas amorfas que danzaban alrededor del fuego, y de pactos sellados con sangre.

Pero no todo terminaba allí. Los que osaban asistir al aquelarre sabían que, si incumplían su pacto, el cabrío les llevaría a un lugar peor. Cuentan que el demonio arrastró a un hombre que quiso escapar de su destino. Volvió al pueblo una semana después, pero no como humano. Era una sombra que vagaba sin rostro, incapaz de hablar o tocar.

Las historias se transmitieron por generaciones, pero pocos tenían el valor de investigar. Algunos eruditos dijeron que el demonio tenía el poder de mover montañas, derribar casas y enviar pestes. Otros narraban cómo había destruido la vida de familias enteras, como la de Job, o cómo ángeles habían sido enviados para combatirlo. Sin embargo, el cabrío seguía apareciendo.

Una noche, una joven llamada Elena, conocida por su curiosidad, decidió seguir a su vecino que, según los rumores, había sido llamado por el cabrío. Desde la ventana, vio cómo el hombre salía de su casa y se perdía en el bosque. Armándose de valor, lo siguió desde la distancia.

Elena llegó al claro donde lo vio montar al demonio. Sus piernas temblaron al observar cómo otros surgían de las sombras y se sujetaban a la criatura. Cuando alzó el vuelo, un aire helado la envolvió. Antes de que pudiera regresar, sintió un par de ojos clavados en su espalda. Giró lentamente y lo vio: el cabrío aún estaba allí, observándola, con una sonrisa que no debería haber tenido.

Desde esa noche, Elena nunca fue la misma. En el pueblo, comenzaron a murmurar que su mirada había cambiado, que sus ojos eran demasiado oscuros. Y en noches sin luna, hasta que Elena sintió que eso estaba mal y se confesó.

El aquelarre continuó, y el cabrío seguía aguardando a los que se atrevían a cruzar la línea entre lo humano y lo inhumano. Hasta que algunas brujas empezaron a arrepentirse de tales hazañas.


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