"El Bosque Maldito: Cuando Cristo Nos Arrancó de las Garras de la Oscuridad"



En un pueblo olvidado por el tiempo, donde las noches eran más largas y la luna apenas se atrevía a iluminar, existía un bosque llamado "El Silencio". Decían que en su interior se perdían las almas, tragadas por una negrura que no era de este mundo. Nadie se atrevía a entrar, salvo por aquellos que ya habían perdido toda esperanza.

Una noche, Alba y su hermano Mateo, huérfanos desde hacía años, buscaron refugio en el bosque huyendo de un grupo de hombres que los perseguían. El frío cortaba como cuchillas, y los árboles susurraban palabras que parecían formar una lengua olvidada. La oscuridad los envolvía, más densa con cada paso.

—Mateo, no podemos seguir—dijo Alba con la voz temblorosa.

—¿Prefieres enfrentarte a ellos?—respondió él, señalando hacia el camino del que venían.

De repente, las ramas crujieron. No había viento, pero los árboles parecían moverse por voluntad propia. De la sombra emergió una figura alta y encorvada. Tenía ojos vacíos y una sonrisa que desafiaba la forma humana.

—Bienvenidos a mi morada—dijo con una voz que parecía provenir de todas partes.

Mateo intentó proteger a su hermana, pero el ser alzó una mano y el chico quedó inmóvil. Alba gritó, pero su voz no produjo sonido. La figura los arrastró hacia un claro donde el suelo estaba cubierto de huesos. Allí, otras figuras se levantaron de entre las sombras. Todos eran personas, o lo que quedaba de ellas, con los rostros deformados .

—Aquí no hay salvación, sólo oscuridad—dijo el ser.

Alba cerró los ojos y recordó algo que su madre solía decir antes de morir: "En la oscuridad más profunda, llama a Cristo; Él es la luz que nunca se apaga." Desesperada, murmuró una oración:

—Jesucristo, luz del mundo, ven a salvarnos.

De pronto, el aire cambió. Una brisa cálida atravesó el claro, y en el centro apareció una figura brillante, rodeada de una luz que hacía retroceder las sombras. Era un hombre de semblante sereno, con una túnica blanca y una mirada que transmitía una paz infinita.

—Esto termina ahora—dijo Cristo, y su voz resonó como un trueno.

Las figuras sombrías comenzaron a retorcerse y gritar, disolviéndose en cenizas. El ser que los había atrapado intentó resistir, pero Cristo alzó su mano y una ráfaga de luz lo redujo a nada. El bosque recobró su silencio, pero esta vez era un silencio lleno de paz, no de temor.

Alba y Mateo cayeron de rodillas, llorando. Cristo se inclinó hacia ellos y dijo:

—El camino es estrecho, pero siempre hay luz para quien la busca. Levántense, hijos míos, y no teman más.

Cuando los hermanos regresaron al pueblo, el bosque había desaparecido, y con él, todo rastro de oscuridad. Nunca olvidaron esa noche, y dedicaron sus vidas a compartir la esperanza que habían encontrado en la luz eterna.


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