- Obtener vínculo
- X
- Correo electrónico
- Otras apps
- Obtener vínculo
- X
- Correo electrónico
- Otras apps
Era una noche oscura, en la que la quietud del mundo parecía ser solo el preludio de lo inevitable. El hombre, sumido en sus pensamientos más oscuros, sentía cómo la ansiedad lo devoraba. En su mente, una imagen aterradora se formaba: una armada de navajas y r azotados por la furia del viento. En su interior, crecía la certeza de que aquellos horrores lo perseguían, cayendo sobre él con un dolor insoportable, desgarrando sus entrañas, como si la tortura fuera su destino eterno, que se prolongaría hasta el día del juicio final.
¿Y qué era lo que deseaba con desesperación? Ver a Dios, aunque solo fuera un breve instante. Pero, a medida que pensaba en esto, comprendía que su sufrimiento, aquel sufrimiento tan grande, no era más que una burla comparado con lo que le esperaba. En el silencio de su alma, las palabras de Eufebio el Emifenor resonaban como un eco mortal: “Si pierdo a mi Dios en este instante, si por mi descuido, por mi culpa, quedo apartado de Él, me perderé para siempre. ¡Ay de mí!”
El hombre cayó de rodillas, temblando, mientras sentía que el fuego infernal lo rodeaba, invadiéndolo. Un ardor insostenible le recorría el cuerpo, como si algo maligno lo estuviera consumiendo desde dentro. Era más aterrador que la misma muerte; más cruel que el juicio. El dolor no solo era físico; sentía que su alma se desvanecía en el abismo de la desesperación. En su mente, las imágenes se desdibujaban, como si la oscuridad tomara forma a su alrededor. entonces, vio la sombra.
Una presencia oscura se cernía sobre él, una figura que no podía distinguir, pero que sentía en lo más profundo de su ser. No era humana, no era siquiera algo que pudiera entender. En el aire, flotaba la amenaza de algo más grande que él, más grande que cualquier tormento conocido.
"¿Qué deseas de mí?", susurró, casi sin poder hablar.
La figura no respondió. Pero la sensación de ser observado, de ser juzgado, lo desbordó. De pronto, las palabras le llegaron a los oídos, como un susurro cruel: “¿Por qué temes? No hay escape. El fuego que sientes ahora es solo un anticipo. Verás a Dios, sí, pero no como deseas. La única verdad es que, para ti, ya no hay salvación.”
Un terror indescriptible lo invadió. Todo su ser tembló. Las palabras resonaron como un eco interminable en su mente, hasta que finalmente comprendió: ya no estaba solo. El abismo lo llamaba, y no había vuelta atrás. La oscuridad que lo rodeaba no era solo la ausencia de luz, sino el vacío eterno que lo esperaba. De nada servía rezar. De nada servía pedir perdón. No había nadie allí para escuchar. Solo la condena.
Con un grito de desesperación, el hombre cayó al suelo, sintiendo el peso de la eternidad. En el instante en que sus ojos se cerraron, vio, por fin, el rostro de su propia perdición.
Cuando el hombre creyó que la oscuridad lo había engullido por completo, un resplandor débil, casi imperceptible, comenzó a asomarse en la lejanía. Era como una luz fugaz, no de este mundo, que brillaba con una claridad serena en medio del caos. Aunque sus fuerzas ya se desvanecían, sus ojos se aferraron a aquella luz, como si fuera su última esperanza.
De repente, un sonido profundo, casi etéreo, rompió la quietud que había invadido su alma. Era un cántico, bajo y armonioso, pero lleno de una autoridad celestial que parecía provenir de un lugar lejano. El hombre, temblando, no sabía si aún estaba soñando o si, de alguna manera, había sido transportado a otro plano.
La figura del monje apareció de entre las sombras, envuelta en una capa negra, con una expresión serena pero firme. Sus ojos, llenos de compasión, se posaron en el hombre que yacía derrotado en el suelo.
“No temas”, dijo el monje, su voz era suave, pero resonaba en el aire como un eco divino. “He venido por ti. No te perderás.”
El hombre, desesperado, apenas podía mover los labios. “Pero... no hay escape… ya es tarde… estoy perdido... perdido para siempre...”
El monje se inclinó sobre él y, con una mano firme, lo levantó del suelo. No había fuerza humana en aquella acción, solo una paz imperturbable que parecía fluir del monje como una corriente invisible. “Tu sufrimiento es grande, lo sé,” respondió el monje, “pero aún hay esperanza. La oscuridad que te rodea es solo una prueba. No es tu destino.”
El hombre miró al monje, sus ojos llenos de incredulidad. ¿Cómo podía haber esperanza cuando su alma ya se había rendido? ¿Cómo podía un simple monje, un hombre mortal, enfrentarse a las fuerzas que lo habían atormentado durante tanto tiempo?
El monje parecía leer sus pensamientos. “Este no es el fin, hijo mío. No importa cuán oscuro sea el abismo en el que te encuentras. Hay un poder superior a todo esto, un amor inmenso que trasciende el terror, que puede liberarte de las garras de la desesperación.”
Con una mano extendida, el monje tocó la frente del hombre. En ese momento, el aire a su alrededor cambió. La oscuridad que lo había envuelto comenzó a retroceder lentamente, como si la luz de la fe y la gracia divina estuviera disipando las sombras. El dolor que sentía en su cuerpo comenzó a aliviarse, y el fuego infernal que lo había atormentado se atenuó, como si fuera un recuerdo lejano.
“Dios te ha enviado a mí para que encuentres la paz,” continuó el monje, “pero debes dejar ir el miedo. Debes confiar.”
El hombre, abrumado por la presencia divina del monje, finalmente dejó de resistirse. Por primera vez en mucho tiempo, una sensación de calma lo invadió. Algo dentro de él, algo que había estado roto y arrasado, comenzó a sanar.
“¿Pero cómo? ¿Cómo puedo perdonarme?” susurró el hombre, lágrimas de alivio brotando de sus ojos.
“El perdón no viene de ti, hijo mío,” respondió el monje, con una sonrisa serena. “Viene de Dios. Y Él te ha perdonado. Solo tienes que aceptar Su misericordia y caminar hacia la luz. La oscuridad puede tentar, puede atormentar, pero no puede vencer a la luz de la fe.”
El monje comenzó a rezar en voz baja, y mientras lo hacía, el hombre sintió cómo su cuerpo se aligeraba. El calor de la llama infernal se desvaneció por completo, y el aire se llenó de una paz indescriptible. Era como si una barrera invisible se hubiera levantado entre él y la condena eterna, como si la luz de Dios, a través de la presencia del monje, lo hubiera rescatado de la perdición.
“Levántate, hijo mío,” dijo el monje al final de su rezo. “La salvación es tuya, pero solo si decides caminar por el camino de la fe.”
Con el monje a su lado, el hombre se puso de pie, sintiendo la firmeza de la tierra bajo sus pies por primera vez en lo que parecía una eternidad. La oscuridad ya no lo rodeaba. Había sido vencida, no por fuerza, sino por la presencia y el amor divino.
“Gracias,” susurró el hombre, con la voz quebrada por la emoción. “Gracias por salvarme.”
El monje asintió lentamente. “No yo, hijo mío. Fue la misericordia de Dios la que te ha rescatado. Ahora sigue adelante. El camino es largo, pero la luz siempre estará contigo.”
Con estas palabras, la figura del monje comenzó a desvanecerse, como si nunca hubiera estado allí. El hombre, ahora liberado de su tormento, miró al cielo. En sus ojos brillaba una nueva esperanza, la esperanza de que, incluso en los momentos más oscuros, la gracia de Dios nunca lo abandonaría.
Y, por primera vez en mucho tiempo, el hombre sonrió. La paz lo envolvía, y ya no temía a la oscuridad que antes lo había perseguido. Porque sabía qu
e, al final, la luz siempre vencería.
- Obtener vínculo
- X
- Correo electrónico
- Otras apps
Comentarios
Publicar un comentario