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Marta era conocida en el pueblo por su belleza y su gusto por la diversión. Esa noche, la taberna estaba llena de risas, música y el aroma embriagador de licor. Marta, con su vestido ajustado y su sonrisa seductora, llamaba la atención de todos los hombres en el lugar. Pero había algo diferente esa noche, algo que nadie parecía notar, excepto ella.
En un rincón oscuro de la taberna, un hombre de aspecto fascinante la observaba con intensidad. Su presencia era magnética, su sonrisa, tan perfecta que parecía esculpida. Nadie recordaba haberlo visto antes, pero Marta no pudo evitar sentirse atraída. Cuando él se levantó y se acercó a ella, su voz, profunda y suave, la envolvió como una canción hipnótica.
—¿Bailamos? —preguntó, tendiéndole la mano.
Ella aceptó sin dudarlo. Mientras bailaban, el tiempo pareció detenerse. Marta no pudo apartar los ojos de los suyos, que parecían brillar con un resplandor extraño bajo la luz tenue de las velas. Él se presentó como "Damián", y su voz tenía un tono que hacía que todo lo demás pareciera insignificante.
Después de varios bailes, copas y risas, Damián se inclinó hacia Marta y le susurró:
—¿Por qué no continuamos esta noche en un lugar más tranquilo?
Sin pensarlo, Marta asintió. La idea de llevar a aquel hombre misterioso a su casa le resultó tentadora. Salieron juntos de la taberna, caminando por las calles desiertas, mientras una brisa fría se levantaba. Sin embargo, Marta apenas lo notó; su mente estaba envuelta en el hechizo de Damián.
Al llegar a su casa, encendió una vela, pero la llama parpadeó extrañamente, como si el aire en la habitación se volviera pesado. Damián la siguió hasta su dormitorio, y mientras ella se quitaba los zapatos, él se sentó en la cama, observándola con una intensidad que la hacía temblar, aunque no supiera por qué.
Esa noche, Marta cayó en un sueño profundo después de estar con él. Pero no pasó mucho tiempo antes de que algo la despertara. Abrió los ojos, y lo primero que sintió fue un frío que parecía emanar de la cama misma. Giró la cabeza lentamente y vio a Damián a su lado, pero algo había cambiado.
Su rostro ya no era humano. Su piel se había tornado grisácea y estaba cubierta de marcas negras, como quemaduras. Sus ojos, ahora dos pozos ardientes, la miraban fijamente mientras una sonrisa grotesca se extendía por su rostro.
—¿Sabes con quién duermes, Marta? —dijo con una voz gutural, que resonó en las paredes.
Marta quiso gritar, pero el miedo la paralizó. Intentó moverse, pero su cuerpo estaba inmóvil. Damián se inclinó hacia ella, y el aire se llenó de un olor a azufre tan penetrante que le quemaba la garganta.
—Me buscaste esta noche, ¿recuerdas? Tu vida llena de vanidades y placeres me llamó como una campana en la oscuridad. Soy el precio de tus excesos, la recompensa de tus noches de pecado. Ahora, Marta, tu alma es mía.
Marta empezó a llorar, suplicando, pero él simplemente la observó, disfrutando de su terror.
—Disfrutaste el placer de esta noche, ¿verdad? Entonces, prepárate para el tormento eterno.
Con esas palabras, el cuerpo de Damián comenzó a arder, pero el fuego no lo consumía; lo transformaba en una criatura monstruosa. Sus garras se extendieron hacia Marta, y el cuarto se llenó de gritos que nadie en el pueblo escuchó jamás.
Cuando amaneció, la cama de Marta estaba vacía. Nadie volvió a verla, y en el lugar donde había estado su casa solo quedaba un olor persistente a azufre y unas marcas quemadas en el suelo, como si algo se la hubiera llevado al mismo infierno.
Desde entonces, en la taberna del pueblo, cuentan que aquella noche, Marta no salió con un hombre, sino con un demonio disfrazado de tentación.
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