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Una noche sin luna, los vientos aullaban por los oscuros senderos que cruzaban el bosque. El camino estaba solitario, como si la misma naturaleza hubiera abandonado el lugar. En medio de esa oscuridad, un hombre y su esposa caminaban, buscando una salida que nunca llegaría. Las sombras parecían moverse a su alrededor, y sus pasos resonaban con eco en el silencio sepulcral.
De repente, el hombre comenzó a reír. Una risa extraña, siniestra, que quebró la quietud de la noche. Su esposa lo miró con miedo, preguntándose qué le había llevado a ese estado de locura.
"¿Qué haces?" preguntó ella, su voz temblorosa.
"Estoy viendo lo que nunca imaginé... lo que he perdido," respondió él, su rostro contorsionado por una sonrisa macabra. “¡Y cómo me han condenado por ello!”
La esposa intentó tomar su brazo, pero él se apartó bruscamente. En ese instante, algo extraño sucedió: el suelo comenzó a temblar bajo sus pies. Los árboles se agitaron como si fueran a caer, y una sombra oscura se alzó frente a ellos. En medio de la niebla, una figura apareció, con rostro pálido y ojos vacíos, como si de una pesadilla se tratase.
"¿Ves ahora?" dijo el hombre, sus ojos desorbitados. "Lo he esperado tanto... ¡he esperado tanto por este momento!"
La figura avanzó hacia ellos, arrastrando cadenas, y el aire se llenó de un olor nauseabundo. El suelo se cubrió de oscuridad, como si de repente un abismo se hubiera abierto bajo ellos. La esposa intentó huir, pero sus piernas no respondían. El miedo la paralizaba.
"Es él," susurró el hombre, señalando al espectro. "Él viene por mí."
La figura se acercó más, y en un susurro frío como el hielo, habló: “No huyas de mí, pues tú me has traído aquí. Has cometido el pecado más grande: la dilación de tu alma, el retraso en encontrar el bien eterno. Has desperdiciado tu vida y tu alma se encuentra condenada a la oscuridad.”
De repente, el hombre cayó de rodillas, gritando mientras una fuerza invisible lo arrastraba al abismo de oscuridad. La esposa, aterrada, comenzó a llorar, pidiendo perdón, pero ya era demasiado tarde.
En ese instante, la figura desapareció con un estremecedor grito, y el hombre quedó en silencio, su alma absorbida por la eternidad del tormento. La esposa miró alrededor, buscando alguna señal de esperanza, pero solo encontró la oscuridad.
El silencio que siguió fue profundo. Un silencio que llenaba todo con una opresiva sensación de desesperación. No había escape.
El Infierno Silencioso.
En ese abismo, los suspiros de los condenados se oían como ecos lejanos, un dolor eterno, una muerte infinita. El tormento de la ausencia de la visión de Cristo, el sufrimiento por la eternidad, era más aterrador que cualquier otra pena imaginable.
La esposa, aún en su estado de shock, entendió lo que su marido había dicho antes de ser arrastrado: había sido condenado no por sus pecados evidentes, sino por la dilación de su alma, por el tiempo que había perdido sin encontrar la verdadera salvación.
Y así, en esa noche de terror, la visión de la figura espectral, con sus cadenas y su mirada vacía, siguió acechando, esperando por las almas que, como el hombre y su esposa, habían fallado en su tiempo de arrepentimiento. El Infierno Silencioso nunca perdona.
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