Decía haber visto fuego eterno, haber sido envuelto en llamas y atormentado por dolores sin fi

Año 1283 — Tarquinia, Italia

Restaurante: La Fiamma d’Oro

En el año 1283, en la ciudad etrusca de Tarquinia, existía un restaurante muy afamado por los nobles de la región: La Fiamma d’Oro. Su especialidad eran las carnes especiadas, las salsas de vino tinto, y un lujoso banquete servido sobre manteles púrpura y vajillas doradas. El dueño, Giuliano di Raffaele, era un hombre adinerado, conocido por su arrogancia y su devoción por el lujo. Su comedor relucía con cortinas de seda, lámparas de aceite importadas de Oriente y copas bañadas en oro.

Una noche, durante una cena fastuosa en la que ofrecía un festín a mercaderes y políticos, Giuliano se burló de los sermones sobre el infierno que solía predicar fray Lorenzo, un fraile franciscano que frecuentaba la plaza del pueblo. “Si el infierno existe —dijo entre risas— que me ardan las manos por tocar tanta púrpura y tanto oro”.

Esa misma noche, tras despedir a sus invitados y quedarse solo en la cocina, Giuliano sintió la necesidad de tocar una de las servilletas púrpura que adornaban la mesa real. Apenas la rozó con la palma de su mano, gritó de dolor: la tela ardía sin fuego visible. Trató de apartarse, pero su mano ya estaba quemada. En pocos minutos, ampollas oscuras, úlceras y llagas repugnantes cubrieron su piel. Corrió por las calles clamando auxilio. Decía haber visto fuego eterno, haber sido envuelto en llamas y atormentado por dolores sin fin. Aseguraba que todo aquello que relucía en su restaurante —el oro, la púrpura, los manjares— era en realidad llama infernal disfrazada.

Fue recogido por unos frailes que lo cuidaron en un pequeño hospicio. Ellos relatan que, desde aquel momento, Giuliano quedó perturbado: no podía oír bien, ni ver claramente. Nunca sonreía. Rara vez hablaba. Vivía absorto, llorando en silencio al ver su reflejo. Su rostro se había transformado por completo. Su esposa y sus hijos no lo reconocían; parecía otro hombre.

Poco antes de morir —pues no vivió mucho después del suceso— pidió que se vendieran todos sus bienes. Entregó el oro a los pobres y suplicó que el restaurante fuera cerrado para siempre. Quería que sus hijos no heredaran “ni una chispa de ese fuego maldito”.


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