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En el aislado pueblo de Mendrofio, se contaba una historia que los ancianos susurraban a quienes estaban dispuestos a escuchar. Hablaban de reuniones secretas en las profundidades del bosque, de cantos perturbadores y luces inexplicables que bailaban en las noches más oscuras. Dos jueces, Lorenzo de Cocorreccio y su aprendiz Juan de Fossato, junto con un notario, decidieron investigar los rumores.
Una noche, capturaron a una mujer acusada de ser parte de aquellas reuniones. Ella, tras horas de interrogatorio, reveló que se reuniría con un grupo esa misma noche. Señaló un claro escondido en el bosque y les dijo que, si eran lo suficientemente valientes, podían ir y descubrir la verdad por sí mismos.
A medianoche, con la luna llena como único testigo, los tres hombres caminaron hacia el bosque. El aire era opresivo, y cada crujido bajo sus pies les hacía estremecer. Cuando llegaron al claro, una escena escalofriante se desplegó ante ellos.
Decenas de personas estaban reunidas alrededor de una gran fogata, danzando y cantando en un idioma extraño. En el centro, una figura imponente, de apariencia humana pero con un aura indescriptible, observaba con una calma aterradora. Sus ojos brillaban como si fueran antorchas encendidas.
El silencio cayó cuando los tres intrusos fueron descubiertos. La figura central levantó la mano, y todos se detuvieron. Con una voz que resonó en la mente de los presentes, ordenó que los capturaran.
Las personas del círculo avanzaron hacia los jueces y el notario. Aunque intentaron rezar y protegerse, fueron superados rápidamente. Al amanecer, los tres hombres fueron encontrados en las afueras del bosque, con marcas en sus cuerpos y miradas perdidas. Nunca volvieron a hablar de lo que vieron esa noche.
Desde entonces, los habitantes de Mendrofio evitaron aquel claro. Nadie se atrevió a volver, pero algunos decían que, en noches de luna llena, podían escuchar ecos lejanos de risas y susurros que estremecían el alma.
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