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—¡Atención, moradores del siglo! —clamó el viajero, con una voz que parecía surgir de las entrañas de la tierra—. Yo también fui dichoso como vosotros, pero ahora os hablo desde el borde del abismo. Mi vida fue un continuo padecer desde que fui engendrado, un sueño envuelto en el pecado original. Los dichosos rieron, pero la risa pronto se apagó cuando el viajero levantó la mano, mostrando sus cicatrices. —¿No veis? —continuó él—. La felicidad que buscáis no es más que un espejismo. La verdadera dicha no está en este mundo, porque lo que aquí se celebra como gozo no es sino enfermedad de muerte. ¿Qué precio estáis dispuestos a pagar por esos momentos fugaces? ¿La vida? ¿El alma? Un escalofrío recorrió a los dichosos, pero uno de ellos, un joven de rostro arrogante, replicó: —¿Y qué importa? Mientras vivamos, que seamos felices. Después, que venga lo que venga. El viajero suspiró, con una mezcla de tristeza y compasión. —Eso mismo dije yo… pero os aseguro que lo que viene es más terrible de lo que imagináis. Yo caminé por ese sendero y caí en la oscuridad. Mis acompañantes, la Memoria, el Entendimiento y la Voluntad, me abandonaron. La Memoria se volvió sorda, el Entendimiento ciego, y la Voluntad perdió su fuerza. Los dichosos guardaron silencio. Entonces, una mujer, con lágrimas en los ojos, preguntó: —¿No hay esperanza para nosotros? El viajero sonrió, y su rostro, marcado por el dolor, se iluminó con una luz inesperada. —Hay esperanza, pero no está en vuestras manos. Sólo en Cristo hallaréis la redención. Él pagó el precio que vosotros jamás podríais pagar. Os digo: arrepentíos, renunciad a estas dichas pasajeras que os condenan y volved vuestra mirada al Salvador. Sólo Él puede daros una alegría que no cuesta la vida, sino que la restaura. Las palabras del viajero resonaron como un trueno en el corazón de los dichosos. Algunos cayeron de rodillas, llorando y clamando por perdón. Otros, temerosos y testarudos, se apartaron de él, rechazando la verdad. El viajero alzó la mirada al cielo y pronunció una última advertencia: —Vosotros, que os llamáis dichosos, estáis muriendo sin saberlo. Pero si buscáis la verdadera vida, halladla en Aquel que dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. No sigáis mis pisadas en el sendero del pecado; seguid a Cristo, y hallaréis la dicha eterna. Con esas palabras, el viajero desapareció, envuelto en una luz brillante. Desde entonces, cuentan que el pueblo de los dichosos cambió. Algunos encontraron la paz en la fe, mientras que otros, atados a sus placeres efímeros, se desvanecieron como sombras, atrapados para siempre en su búsqueda de la dicha maldita.
Una noche, un viajero llegó a un pueblo lejano . No era como ellos. En sus ojos se reflejaba un sufrimiento profundo, pero también un brillo de esperanza que desafiaba la oscuridad. Los dichosos, curiosos y despreocupados, lo rodearon para escuchar su historia.
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