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Había una vez un niño que, desde el primer aliento que dio al nacer, parecía estar marcado por una suerte cruel. Su vida nunca fue una de risas o alegrías. Desde pequeño, su llanto era constante, como si una sombra se hubiera posado sobre su alma.
Al llegar el día en que debía comenzar su educación, en lugar de la emoción que sienten los niños por aprender cosas nuevas, le esperaba un tormento sin fin.
Desde que cruzó el umbral de la escuela, algo extraño ocurrió. Los pasillos resonaban con ecos distorsionados, y cada pupitre parecía estar impregnado de una energía maligna. Los niños reían, pero él no podía evitar la sensación de que su destino estaba sellado. Los lunes, como si fueran un recordatorio del castigo al que estaba condenado, lo sumían en una profunda tristeza. Mientras los otros niños comenzaban la semana con entusiasmo, él sentía cómo el miedo y la desesperación lo invadían cada vez que el reloj marcaba las primeras horas del día.
Cada jornada en la escuela era un sufrimiento interminable. Sus compañeros, ajenos a su tormento, no veían las sombras que se alzaban en las esquinas del salón, ni escuchaban los susurros que él percibía con una claridad espantosa. Las paredes, húmedas y desgastadas, parecían murmurar nombres de personas que nunca conoció. Los pupitres, más que simples muebles, parecían ser trampas del destino, como si estuvieran diseñados para mantenerlo cautivo.
Y entonces llegaron las noches. En la quietud de la oscuridad, el niño experimentaba cosas que no podía comprender. Un extraño hilo apareció en sus manos, como si fuera una cuerda que lo conectaba a algo más allá de la realidad. Con miedo, comenzó a murmurar palabras incomprensibles mientras miraba fijamente el techo de su habitación, que crujía de manera inquietante. "Tejadito", murmuró, "toma este dientecito y dame otro nuevecito". Pero al pronunciar esas palabras, algo cambió en el aire. Un escalofrío recorrió su espalda y las sombras comenzaron a moverse. No eran sombras normales, sino entidades que se deslizaban por el techo, observándolo, como si estuvieran esperando que el niño completara su pacto.
Esa noche, algo siniestro despertó dentro de él, una fuerza oscura que había estado acechando desde su primer llanto. Las marcas en su cuerpo se hicieron más evidentes: sus pies y manos se llenaron de heridas, como si algo invisible lo estuviera torturando. Los días en la escuela se convirtieron en una pesadilla viviente. En cada paso que daba, sentía una fiebre extraña recorrer su cuerpo, y su mente comenzaba a perderse en un torbellino de angustia. Los niños a su alrededor se burlaban de él, ajenos a la terrible verdad: no era solo su cuerpo el que sufría, sino su alma.
En su desesperación, el niño sintió que no podría soportar más. Se arrodilló en el rincón más oscuro de su habitación, llorando amargamente, mientras la noche parecía tragárselo todo. Fue entonces cuando, en su más profundo sufrimiento, un destello de luz apareció ante él. Una figura se le reveló en la penumbra: un hombre de rostro sereno, pero marcado por el sufrimiento, con una corona de espinas sobre su cabeza y un arco en su espalda. Era San Sebastián.
El santo, conocido por su fortaleza y por haber enfrentado grandes pruebas, miró al niño con compasión. Con una voz suave, pero firme, le habló:
—No temas, pequeño. Has estado sufriendo demasiado, pero ahora es el momento de liberarte de esta oscuridad. Yo te rescataré.
Con un gesto de su mano, el niño sintió una cálida paz invadir su cuerpo. La fiebre que lo había consumido comenzó a desvanecerse, y las heridas en sus pies y manos sanaron rápidamente. San Sebastián lo levantó del suelo y lo condujo fuera de la oscuridad de su habitación. Juntos, caminaron por un sendero que brillaba con una luz celestial, y las sombras que lo perseguían parecían desvanecerse con cada paso.
Cuando llegaron a la entrada de la escuela, la figura del santo se detuvo y miró al niño.
—Este lugar ya no tiene poder sobre ti —dijo San Sebastián—. La maldición que te ha perseguido durante tanto tiempo ha sido rota. Ahora, debes vivir tu vida en libertad, sin miedo ni sufrimiento. El terror que has vivido no te definirá.
Con un último gesto de protección, el santo despidió al niño y desapareció en un destello de luz. El niño, ahora libre del yugo que lo había atormentado durante tanto tiempo, caminó por la escuela con una renovada esperanza. Los otros niños ya no parecían tan aterradores. El lugar, aunque aún oscuro y sombrío, ya no lo afectaba de la misma manera.
Y aunque nunca olvidó los horrores que vivió, el niño creció sabiendo que había sido rescatado por una fuerza superior, y que, gracias a San Sebastián, su vida tomaría un rumbo distinto, alejado del miedo y el dolor que había marcado sus primeros años.
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