Mateo siempre sintió que el mundo le debía algo. Nacido en una familia rota, criado en calles donde la esperanza era más escasa que el pan, creció con la rabia latiéndole dentro como un tambor. Decía que quería respuestas, pero en el fondo, lo que quería era control. Poder..
Las historias hablaban de un brujo que vivía en el bosque de Caldenbrock. Nadie sabía su nombre. Solo se le llamaba "el que muestra lo que no se debe ver". A su alrededor, las criaturas morían sin causa y los árboles se doblaban como si sintieran dolor.
Una noche sin luna, Mateo cruzó los límites. El aire se volvió denso, la niebla le rozaba la piel como si tuviera dedos. Caminó sin mirar atrás. Pero no iba solo.
Sobre él, invisible a sus ojos, su ángel de la guarda descendía en silencio, cubierto por un manto de tristeza. Ya no tenía la fuerza luminosa de los primeros años, cuando aún podía influir, cuando las oraciones de niño le daban poder. Ahora, estaba débil… casi deshecho. Pero aún así, lo seguía.
Cuando Mateo llegó a la cabaña del brujo, el ángel se arrodilló en la tierra húmeda.
—Por favor… no lo hagas —rogó en silencio—. No sabes lo que perderás. Yo fui hecho para protegerte, pero incluso yo tengo límites. No puedo entrar si tú abres la puerta.
Mateo no lo escuchó. O peor: eligió no escuchar.
La puerta se abrió sola. Dentro, el brujo lo esperaba. Su piel parecía hecha de cera chamuscada. No tenía pupilas. Donde deberían estar sus ojos, solo había un reflejo turbio… como si el alma de alguien más estuviera atrapada allí, gritando.
El ángel entró hasta donde pudo, bordeando las sombras como un fantasma moribundo. Observó a Mateo sentarse, escucharlo, fascinarse, aceptar. Lloró. No con lágrimas, sino con luz rota que caía desde sus alas ajadas. Sintió el contrato sellarse, vio cómo el alma de Mateo se agrietaba, cómo el fuego que aún le quedaba se apagaba.
Días después, Mateo ya no era el mismo. Podía hacer cosas que antes eran imposibles: mover objetos con la mente, causar enfermedades con una palabra, provocar temblores solo con la mirada. Pero también sangraba por los oídos, vomitaba alfileres, despertaba cubierto de pelo que no era suyo. Escuchaba voces en la oscuridad, sentía que algo caminaba dentro de su cuerpo.
El ángel lo seguía, cada vez más lejos. Su luz apenas alcanzaba para mantenerse firme. Se debilitaba con cada hechizo, con cada acto. Soñaba con la infancia de Mateo, con el niño que rezaba con fe, que una vez dijo “te necesito” desde el fondo de su corazón. Esa versión de él… ya no existía.
Una noche, Mateo intentó deshacer el pacto. Gritó al cielo, buscó a Dios. Pero su voz ya no tenía eco. En su interior solo quedaban voces extrañas, burlonas, que repetían lo que el brujo le dijo el primer día:
—Todo lo que se entrega… no se devuelve.
Y entonces, el cuerpo de Mateo se rompió. No como un cuerpo humano se rompe… sino como una casa que colapsa desde dentro. Su espalda se dobló hacia atrás, su cuello giró más de lo posible, y su boca soltó un chillido seco, agudo, que ni siquiera los animales reconocieron como humano.
El ángel se arrojó hacia él, desesperado, tratando de sostener el alma que se arrancaba. Pero una fuerza más oscura la arrebató en el aire. El alma de Mateo fue arrastrada al vacío, con las manos extendidas, como si en el último instante hubiera comprendido todo. Pero ya era tarde.
El ángel cayó de rodillas, solo, en medio del bosque maldito. Gritó, pero nadie lo oyó. Y lloró.
Lloró por no haber sido más fuerte. Por no haber gritado más alto. Por no haber podido salvarlo.
Desde entonces, en las noches más frías, los árboles en Caldenbrock crujen sin viento. Algunos aseguran ver una figura luminosa arrodillada en medio del claro, rodeada de hojas muertas, con las alas caídas y la mirada perdida en el cielo.
No está ahí para advertir.
Está ahí para recordar que incluso los ángeles pueden llorar…
cuando un alma decide el infierno por voluntad propia.
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