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En lo más profundo de los montes de Castilla, envuelta por niebla espesa y bosques que parecían suspirar con voz propia, se alzaba una antigua casona conocida por los lugareños como la Casa del Silencio. Abandonada desde hace más de un siglo, los registros eclesiásticos la vinculaban con una comunidad monástica que desapareció sin dejar rastro tras una serie de muertes inexplicables y una atmósfera tan opresiva que los mismos pájaros evitaban volar sobre su tejado.
después de múltiples reportes de desapariciones y actividad paranormal en la zona, el Vaticano autorizó una investigación formal. El elegido para esta misión fue el Padre Elías Santoro, exorcista de renombre, teólogo y antiguo monje benedictino, cuya vida entera había sido consagrada al estudio del mal espiritual.
El día del descenso comenzó sin señales. La casona parecía dormida bajo el gris del amanecer. Pero apenas Elías cruzó el umbral con la cruz, el hisopo y el libro del ritual romano, el aire cambió. Los muros respiraban. Las paredes sudaban sal. Y en las sombras danzaban figuras sin forma que susurraban en lenguas muertas.
En el centro de la sala principal yacía el joven poseído. Lo habían encontrado días antes, deambulando por el bosque sin memoria, hablando en latín, griego y una lengua que ningún experto logró identificar. Su cuerpo había comenzado a deteriorarse sin causa médica, y su mirada parecía mirar más allá del mundo.
El exorcismo comenzó con fuerza. El padre Elías utilizó reliquias antiguas, agua bendita, y fragmentos de las Escrituras escondidos entre las ropas del joven, para provocar al ente que lo habitaba. El demonio no tardó en manifestarse.
Una voz gutural emergió desde lo profundo del cuerpo poseído, y la temperatura descendió de forma abrupta. Elías sintió la presencia como una presión aplastante, como si una tormenta invisible se cerniera sobre él. El demonio, burlón y astuto, rechazaba la autoridad divina, se reía de los salmos y parodiaba las oraciones con palabras invertidas.
Pero a cada invocación del exorcista, su poder parecía menguar. Especialmente cuando Elías recitaba los nombres de los santos y pronunciaba con fuerza el nombre de Jesucristo. Era como si esas palabras encendieran heridas antiguas en la criatura. Fue entonces cuando el sacerdote susurró la invocación más temida en el reino de las sombras:
> "Sancte Michael Archangele, defende nos in proelio..."
La atmósfera se quebró
Una luz cegadora atravesó el techo de piedra, que no se rompió pero sí se iluminó como cristal. En medio de esa irradiación descendió San Miguel Arcángel, el Príncipe de las Milicias Celestiales. No vino como un símbolo, ni como una visión. Su presencia era real, tangible, devastadora.
El demonio comenzó a agitarse violentamente dentro del joven, intentando escapar. Pero no había salida. El rostro del arcángel era sereno pero imponente; sus ojos, fuego purificador. Sin necesidad de palabras, San Miguel alzó su espada de fuego celestial, y el demonio, invisible a los ojos humanos, pero palpable en su rabia y en su violencia, fue arrastrado hacia el centro de la sala, donde la luz lo envolvió como un sello eterno.
No hubo gritos. No hubo súplicas. Solo silencio. Un silencio sagrado, definitivo, que devolvió la paz al lugar maldito.
Cuando la luz se disipó, el joven yacía en el suelo, respirando con suavidad. La sombra se había ido. El espíritu inmundo había sido vencido.
Desde aquel día, nadie ha vuelto a ver actividad maligna en la Casa del Silencio. El obispado decidió clausurar el lugar, pero permitió erigir una pequeña capilla en el centro de la antigua sala del exorcismo. Allí, una estatua blanca de mármol representa al arcángel San Miguel, con su espada aún encendida en oro puro. Muchos aseguran que, al acercarse en oración, pueden sentir la calidez de esa llama sagrada.
Porque donde se manifiesta el mal… la espada del cielo jamás llega tarde.
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