Duisburg, 14 de noviembre de 1887.
La campana de la iglesia de San José había sonado a medianoche cuando la familia Müller se reunió en torno a la cama del patriarca, Wilhelm Müller, un hombre de setenta años que yacía consumido por la fiebre y la tos. El aire en la habitación estaba pesado, impregnado de cera derretida y del incienso que el sacerdote, padre Reinhardt, había encendido unas horas antes.
El enfermo, con los ojos enrojecidos y la respiración entrecortada, murmuraba entre sollozos:
—¡Grande fue mi locura! Pude haberme salvado… pude haber tenido vida dichosa en gracia de Dios… y ahora, ¿qué me resta? ¡Sólo angustia, remordimiento y cuentas terribles que dar!
Su hija menor, Elisabeth, le sostuvo la mano, pero él parecía no sentirla. Su mirada estaba clavada en un rincón oscuro de la habitación, donde nadie más veía nada.
De pronto, Wilhelm comenzó a incorporarse con espantosa fuerza. Sus palabras helaron la sangre de los presentes:
—¡Oh, no!… ¡Se apaga la lámpara de mi vida!… ¡Dos eternidades me aguardan: la gloria o la desdicha eterna!
El padre Reinhardt trató de calmarlo, pero Wilhelm gritó:
—¡Pedid tiempo! ¡Un año más… un mes… una semana! ¡Aunque sea un día, un día en sano juicio!
En ese instante, un viento gélido abrió de golpe la ventana, apagando las velas. Un susurro invisible resonó en la estancia:
—Proficiscere, parte…
Todos quedaron paralizados. Wilhelm, con el rostro desencajado, repetía:
—¡Hoy aún estoy en mi cama… mañana estaré bajo tierra! ¡Y mi alma, ¿dónde estará?!
Un sudor helado cubrió su frente, su respiración se volvió un jadeo aterrador. Las sombras de la habitación parecían alargarse, formando figuras que se inclinaban sobre él. La familia fue expulsada por los sirvientes, como ordenaba la costumbre en la hora final. Solo el sacerdote quedó dentro.
Cuando Wilhelm lanzó su último grito, encendieron la luz de agonía: una lámpara de aceite que brilló en el instante en que sus ojos se nublaban. Entonces, en aquel resplandor mortecino, todos los presentes vieron —por un segundo— que en las paredes se dibujaban escenas de su vida: sus pecados, sus oportunidades perdidas, sus horas desperdiciadas.
El silencio posterior fue insoportable. La lámpara siguió encendida, revelando una última y terrible verdad: sobre el pecho del cadáver de Wilhelm se dibujaba una sombra que no era de este mundo,
y que nadie se atrevió a tocar.
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