Dos predicadores iban por el camino, uno de ellos confesor muy santo. Llegaron a un castillo donde había una mujer que había cometido adulterio con un pariente. Por vergüenza, había ocultado ese pecado durante once años.
Viendo a los religiosos en la iglesia, pensó: “Ellos no me conocen y nunca volverán aquí, les confesaré mis pecados”. Y así lo hizo. Cada vez que pronunciaba un pecado, de su boca salía un sapo que corría fuera del templo.
Pero al llegar al pecado grave del adulterio, calló por vergüenza. El confesor la absolvió y ella se retiró. El compañero del confesor, que había visto la visión, notó que todos los sapos que habían salido, junto con otro más grande y terrible, regresaron al vientre de la mujer.
Los religiosos comprendieron que ella había ocultado algo. Poco después la mujer murió asfixiada. Tras ayunos y oraciones, los predicadores recibieron una visión: ella se les apareció montada sobre un dragón, con serpientes que le mordían el cuello, sapos horribles sobre sus ojos, fuego y azufre saliendo de su boca, perros devorando sus manos y lagartos sobre su cabeza.
Ella misma explicó:
Los lagartos en la cabeza eran castigo por la vanidad en el adorno.
Los sapos en los ojos, por mirar con malos deseos.
Las flechas encendidas en los oídos, por escuchar cosas impuras.
El fuego en la boca, por palabras sucias y calumnias.
Las serpientes en los pechos, por haber consentido actos impuros.
Los perros que devoraban sus manos, por no haber dado limosna a los pobres.
El dragón que quemaba sus entrañas, por las obras impuras de su vida.
El confesor le preguntó: “¿Qué pecados condenan más a las mujeres?”
Ella respondió: “Las mujeres caen sobre todo por cuatro: la lengua, la vanidad de los adornos, los sacrilegios y la vergüenza de confesar sus pecados”. Dicho esto, el dragó
n la arrastró al infierno.
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