Era una noche oscura y tormentosa cuando un grupo de viajeros se aventuró por un sendero que se perdía entre los límites de lo conocido y lo inexplorado. Allí, en el horizonte, comenzó a alzarse una figura tan colosal que hacía temblar el alma. Era un hombre, pero no un hombre cualquiera. Su cuerpo descomunal.
Su cabeza, majestuosa y resplandeciente, se perdía entre las cúspides de las nubes más altas. Sus hombros sostenían el éter serenísimo, mientras que su torso se hundía bajo las densas capas nubosas. Su cintura se disipaba en el aire terrenal, y sus piernas descendían hasta los confines del abismo insondable.
El rostro del gigante brillaba con un resplandor sobrenatural que hacía difícil mirarlo directamente. Sus ojos ardían con una sabiduría eterna, y su boca exhalaba una nube blanca que se extendía como un velo protector. El gigante, vuelto hacia el Este, observaba con solemnidad, como si en su mirada se escondiera el destino de la humanidad.
De repente, el cielo se oscureció. Desde el Norte, donde se rumoreaba que la dicha y la esperanza jamás habían echado raíces, surgieron tinieblas palpables, vivas, retorcidas con un odio primigenio. Las sombras trajeron consigo un frío que parecía morder la carne y arrancar la voluntad. En medio de aquella oscuridad apareció el diablo, una forma sinuosa y grotesca que se movía como una plaga. Al exhalar, liberó una niebla espesa y corrupta que se expandió por el horizonte, cargada con siete imágenes inquietantes.
Cada una de estas figuras tenía un aspecto grotesco, imposible de olvidar: la primera, un hombre encorvado por la gula, con un cuerpo que rezumaba un hambre insaciable; la segunda, un rostro furioso y deformado por la ira, cuyas venas pulsaban con un odio ardiente. Una tras otra, las imágenes representaban los vicios humanos: la avaricia con dedos largos y codiciosos; la pereza como una masa informe, atrapada en su propia inercia; la envidia con ojos amarillos que destilaban veneno; la soberbia elevada sobre un trono, pero podrida por dentro; y la lujuria, envuelta en un fuego que consumía tanto al pecador como a su víctima.
Las figuras no estaban solas. De la niebla maldita surgía una voz, pero no una voz de condena, sino una de advertencia. Era la voz de las virtudes, aquellas que luchaban contra los vicios. Frente a la gula se levantaba la templanza, susurrando con fuerza que la moderación trae paz. Contra la ira, la paciencia se alzó como un río calmo que apaga las llamas. La humildad, la generosidad, la diligencia, la castidad y la gratitud aparecieron una tras otra, enfrentando a cada uno de los vicios con palabras tan contundentes que la misma niebla pareció retroceder.
Pero las tinieblas no se disiparon del todo. El diablo, con una sonrisa torcida, dejó caer su última advertencia: aquellos que se entregaran a los vicios serían atrapados en un abismo de sufrimiento eterno. Las figuras de los pecados comenzaron a retorcerse, mostrando los castigos que les esperaban a los culpables. La gula era devorada por su propia insaciabilidad; la soberbia caía eternamente de su trono; la envidia se consumía en su propio odio.
Los viajeros, aterrados, cayeron de rodillas. La voz del gigante resonó entonces como un trueno, explicando que había una salvación: la penitencia. La única manera de liberarse de las garras de esos demonios era reconocer los propios errores, enfrentarlos con la virtud contraria y purgar las almas a través del sacrificio y la humildad.
El gigante, con su mirada infinita, comenzó a desvanecerse, dejando un último destello de su rostro en las nubes. El diablo y su niebla retrocedieron hacia el Norte, pero no sin antes dejar claro que siempre estarían al acecho.
Los viajeros regresaron a sus hogares, sus corazones pesados por lo que habían visto pero también llenos de una renovada esperanza. Ahora sabían que la lucha contra sus propios vicios era tanto un castigo como una prueba, una batalla constante que definiría el destin
o de sus almas.
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