dolor era insoportable, pero fe era inquebrantable.

En un monasterio antiguo, donde las sombras danzaban al ritmo de las velas titilantes, vivía el abad Juan. Era conocido por su fervor y devoción, pero también por las historias que susurraba sobre encuentros oscuros y aterradores.

Una noche, mientras Juan oraba en la capilla solitaria, sintió un frío que le caló hasta los huesos. De repente, una presencia maligna se manifestó. El demonio, en forma de una serpiente gigantesca, emergió de las sombras. Sus escamas negras brillaban con un resplandor siniestro y sus ojos rojos ardían con odio.

La serpiente se enroscó alrededor del cuerpo de Juan, apretando con fuerza. Su rostro demoníaco se acercó al del abad, exhalando un hedor nauseabundo que llenó el aire. Con cada respiración, Juan sentía cómo su carne era desgarrada por los colmillos afilados de la bestia. El dolor era insoportable, pero su fe era inquebrantable.

A pesar del tormento, Juan no dejó de orar. Sus palabras eran un escudo contra el mal, y con cada oración, la serpiente parecía perder fuerza. Finalmente, el demonio emitió un último silbido de frustración y desapareció en la oscuridad, dejando a Juan ensangrentado pero vivo.

Cuando el amanecer rompió la noche, los monjes encontraron a Juan en la capilla. Para su asombro, no había rastro de heridas en su cuerpo. El abad, con una serenidad inexplicable, les contó su encuentro con el demonio. Aunque sus palabras eran aterradoras, también eran un testimonio de su fe inquebrantable y de la victoria del bien sobre el mal.

Los monjes del monasterio, al escuchar el relato del abad Juan, no pudieron evitar mirar al cielo nublado, temerosos de que el mal acechara nuevamente en las sombras. La historia del encuentro con la serpiente se convirtió en una leyenda que recorría las paredes frías de la abadía, un eco que resonaba cada vez que la niebla se levantaba sobre las montañas.


Juan, sin embargo, no mostró miedo. Después de la experiencia, su fe se intensificó aún más, como si hubiera sido tocado por algo más allá de la comprensión humana. Pasaba horas en la capilla, meditando en silencio, con los ojos cerrados, como si estuviera en constante comunicación con fuerzas que los demás no podían ver. Pero los monjes notaron algo extraño: en la oscuridad de la noche, cuando el viento aullaba entre las piedras del monasterio, una sensación de incomodidad se apoderaba del lugar.


Los susurros en los pasillos, los pasos invisibles, y los ecos de risas demoníacas comenzaban a inquietar a los monjes. Algunos de ellos, aterrados, juraban haber visto sombras al acecho en las esquinas de las celdas, figuras que se deslizaban por las paredes y desaparecían al instante. El aire se volvía cada vez más pesado, como si el propio mal hubiera echado raíces en el monasterio, alimentado por el encuentro del abad con la serpiente.

Una noche, mientras los monjes dormían, un extraño sonido despertó a Juan. Era el silbido de la serpiente, bajo y retumbante, como un susurro arrastrado por el viento. Al levantarse de su cama, vio que la puerta de la capilla se encontraba entreabierta, y una niebla espesa cubría el suelo. Al entrar, la imagen de la serpiente apareció nuevamente, esta vez más grande, más furiosa, con ojos aún más brillantes de odio.

“Abad Juan...” susurró la serpiente, su voz retumbando en las paredes de la capilla. “Tu fe no será suficiente. Volveré por ti... y por todos.”

La serpiente se abalanzó sobre él, pero Juan, con una determinación aún más férrea que antes, alzó las manos hacia el altar. Con voz firme y resonante, comenzó a recitar las palabras sagradas de su oración más poderosa, la que nunca había revelado a nadie.

La bestia se detuvo, siseando con furia, y de repente, como si una fuerza invisible la arrancara del suelo, la serpiente se desvaneció en la oscuridad, dejando solo el eco de su ira.

Esa mañana, cuando los monjes entraron a la capilla, encontraron a Juan de rodillas, su rostro sereno pero con los ojos abiertos, mirando al vacío. El abad había desaparecido. No había rastro de su cuerpo, ni señales de su lucha.

La leyenda del abad Juan continuó siendo contada por generaciones. Algunos decían que había sido llamado al cielo, otros que había sido devorado por el mismo demonio que había enfrentado. Lo que todos sabían era que, en algún rincón de la abadía, las sombras aún se movían con vida propia, esperando el regreso del abad o del mal, o quizás ambos.

El monasterio quedó marcado por la batalla silenciosa entre la fe y las tinieblas, y aunque el demonio parecía haberse retirado, las antiguas piedras del lugar aún susurraban, como si nunca hubiera abandonado realmente el monasterio. Y cada vez que la niebla se levantaba, el aire se llenaba de un espeso y nauseabundo hedor, como un recuerdo de la serpiente que acechaba en las sombras, esperando su momento para regresar.



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