Cuando el Infierno Llama por Nombre"

La Batalla de los Infiernos

 


cuando los cielos se oscurecían y el sol se extinguía lentamente, comenzó una guerra ancestral que sería recordada por siglos. La humanidad, atrapada entre el caos de la tierra y las fuerzas del cielo y el infierno, se encontraba en una encrucijada. Fue una batalla colosal entre los ángeles de Dios y los demonios más oscuros que jamás hayan existido, y al final, la victoria recaería sobre el más grande de los ángeles, San Miguel.

Todo comenzó en los días oscuros que siguieron a la caída de Adán y Eva. La humanidad, nacida de la arena del Edén, se dispersó por la tierra, pero el pecado se perpetuó en sus corazones. Los nietos de Adán, descendientes de un hombre que había perdido el paraíso, comenzaron a multiplicarse, pero con cada generación, el pecado se fue acrecentando. Los hijos de Caín, que habían conocido la ira de Dios, fueron los primeros en caer bajo la influencia de los demonios.

Al principio, los hombres vivían en paz, pero en la oscuridad de sus corazones comenzaban a adorar ídolos. Los demonios, en su deseo de corromper las almas humanas, aprovecharon esta oportunidad. Beelzebub, el señor de las moscas, fue el primero en susurrar en los oídos de los hombres, invocando su desesperación y lujuria. En los altares de Dagon, en las tierras de los Filisteos, los demonios danzaban con sus seguidores, quienes sacrificaban animales y humanos en busca de poder y riquezas.

Los nietos de Adán, en su dolor y sufrimiento, comenzaron a clamar a Dios por misericordia. La humanidad, llena de temor, no sabía cómo enfrentar la creciente oscuridad que los rodeaba. Los hombres, sometidos al yugo del pecado, se postraban ante los altares del mal, sin saber que la batalla por su alma ya había comenzado en los cielos.

En ese momento, San Miguel, el líder de las huestes celestiales, observó el sufrimiento de la humanidad. Con su espada de luz, el Arcángel reunió a los ángeles de Dios, aquellos que permanecían fieles al Señor. Rafael, el sanador; Gabriel, el mensajero divino; y Uriel, el que ilumina con la verdad, se unieron a él en una formación celestial, preparados para librar la batalla definitiva contra las huestes infernales.

La guerra se desató en los cielos. Beelzebub, con su ejército de demonios, se levantó contra las huestes celestiales. Ningún rincón de la Tierra permaneció sin ser tocado por la sombra del mal. Los demonios como Nifroch, el ídolo asirio de la desesperación; Chamos, el dios de los Moabitas que controlaba la ira; y Beelphegor, el dios de la lujuria, se alzaron con furia y coraje. A medida que las fuerzas del mal se extendían, la tierra se sumía en el caos, y los cielos temblaban con el poder de los demonios.

Los hombres, en su desesperación, elevaron sus voces en oración. En las aldeas, en las montañas, en las selvas, los pueblos se reunieron en las noches oscuras, rezando con fervor a Dios, pidiendo misericordia. "Señor, líbranos de la oscuridad, libéranos de las garras del mal", clamaban. Pero aunque su fe era grande, se sentían impotentes, pues la batalla no solo se libraba en la Tierra, sino también en los cielos.

Beelzebub, el príncipe de los demonios, estaba decidido a arrastrar a la humanidad a la condena eterna. Él y sus acólitos querían tomar control del mundo, y así lo hicieron. La gente de Babilonia, guiada por el temor y la desesperación, comenzó a adorar ídolos como Dagon, el dios del grano, y Baalberith, el señor del pacto de oscuridad. Incluso los hombres de los pueblos más alejados se dejaron seducir por la promesa de poder, y su fe en Dios se desvaneció lentamente, como la última luz del sol al final del día.

Pero los cielos no se rendirían tan fácilmente. San Miguel, como líder indomable, se enfrentó cara a cara con Beelzebub en la batalla más feroz. El señor de las moscas, con su espada de oscuridad, trató de destruir la pureza del arcángel, pero San Miguel, con la fuerza del Creador, no cedió. La espada de San Miguel brillaba como el sol, y cada golpe que daba contra los demonios hacía que la oscuridad retrocediera.

La batalla alcanzó su punto máximo cuando San Miguel, con un grito de guerra, se lanzó sobre Beelzebub. La luz celestial explotó en el firmamento, y el príncipe de los demonios, derrotado, cayó de rodillas ante la fuerza del bien. Con un golpe final, la espada de San Miguel atravesó el corazón de Beelzebub, destruyéndolo para siempre. El demonio se desintegró en una nube de humo negro, y con su caída, los demás demonios comenzaron a desvanecerse, regresando a las profundidades del infierno.

La luz, en su esplendor, regresó a la Tierra. Los hombres, que habían rezado con fervor, vieron cómo la oscuridad se desvanecía y cómo el cielo volvía a ser claro. La victoria de San Miguel sobre Beelzebub trajo la paz, y la humanidad fue liberada del yugo del mal

Sin embargo, el recuerdo de esa batalla quedó grabado en los corazones de los hombres. Sabían que el mal nunca desaparecería por completo, que siempre habría fuerzas oscuras que tratarían de corromper la creación. Pero mientras San Miguel y sus ángeles vigilaban, la luz de Dios siempre prevalecería sobre las sombras.

Los hombres continuaron su camino, sabiendo que, aunque la paz reinara por un tiempo, la batalla eterna entre el bien y el mal seguiría siendo una constante en sus vidas. En cada oración, en cada sacrificio de fe, los hombres recordaban la victoria de San Miguel, el protector celestial, que con su espada de luz había salvado a la humanidad de la oscuridad eterna.


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